Ariel Dorfman, coautor de ‘Para leer al Pato Donald’: “Disney quería niños ferozmente individualistas” | Cultura

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Para leer al Pato Donald (1972) es un estudio sociológico de Ariel Dorfman (Buenos Aires, 81 años) y Armand Mattelart (Jodoigne, 87 años) sobre los tebeos de Disney que ha trascendido su valor literario para transformarse en un símbolo. Símbolo de un pensamiento descolonial, del discurso antimperialista y de una época en la que Latinoamérica buscaba emanciparse económica y políticamente de EE UU. El libro antimickey se convirtió en un mito después de que sus creadores fueran víctimas de la represión posterior al golpe de Estado (facilitado por la CIA) contra el presidente chileno Salvador Allende, de quien Dorfman fue asesor de prensa y cultura. El escritor y catedrático pasó por la cárcel y tuvo que ver desde el exilio cómo su obra era un éxito (va por su 36ª edición) mientras la dictadura de Pinochet la quemaba y lanzaba al mar.

Para leer al pato Donald advertía que detrás de las inocentes y animalescas caras de Disney se escondía una propaganda de los valores yanquis. “Disney no es lo mismo que hace medio siglo”, confiesa Dorfman, quien escribió el ensayo en el marco del espíritu revolucionario del Gobierno de Allende, del que fue militante. Con el objetivo de reforzar la identidad nacional, la editorial del Estado, de quien Dorfman era miembro de la División de Publicaciones Infantiles y Educativas, lanzó miles de publicaciones que debían competir con el producto más popular: el Pato Donald. “Si revelábamos los mensajes secretos que se escondían detrás de su fachada inocente, sería una manera de desnudar la ideología dominante en Chile”, revela el académico por correo electrónico.

En el centenario de la llamada Fábrica de los Sueños, Dorfman —quien vivió la mayor parte de su exilio en EE UU— vuelve al libro que destapa una competitividad de mercado disfrazada de los sobrinos patos Hugo, Paco y Luis. Expone cómo las estrafalarias aventuras de la familia pato repiten el sistema de trueque (oro por baratija) que tuvieron los conquistadores con sus colonizadores y los caricaturiza con prejuicios al Perú (llamado Inca-Blinca) o Vietnam (Inestablestán). El ensayo descubre un utópico mundo donde todos consumen, pero nadie trabaja para producir.

La portada de la edición más reciente de ‘Para leer al Pato Donald’Siglo Veintiuno Editores

P. ¿A 51 años de la publicación de Para leer al Pato Donald todavía cree que Disney induce a vivir la sociedad ideal según Estados Unidos?

R. Cuando decimos Disney hoy, no es lo mismo que hace medio siglo. La corporación que lleva el nombre del Tío Walt es uno de los gigantes del entretenimiento cuyos productos se encuentran en todos los ámbitos de lo cotidiano. Por ejemplo, The New York Times cuenta que hay un furor en EE UU por decorar todas las habitaciones de la casa con las historias de Disney, como si los dueños quisieran vivir inmersos en ese universo imaginario. La etiqueta “Disney home” tiene 275 millones de menciones en Twitter. Pero a la vez Disney hoy encarna, a veces, valores progresistas: son antiracistas y antihomofóbicos, y suelen empoderar a las mujeres y a las minorías. Es un mundo más complejo y fracturado que aquel que enfrentamos en nuestro libro.

P. ¿Qué tipo de niños quería estimular Disney a través de sus historietas?

R. Que compitieran y abrazaran un individualismo feroz para alcanzar el éxito (medido por el dinero), lo que se oponía, por cierto, a la visión solidaria que animaba a la revolución de Allende. Pero sobre todo, una visión de cómo los países debían salir del subdesarrollo no buscando su propia identidad y explorando su propia historia, sino imitando a los Estados Unidos y su mito de que cualquiera puede subir en el mundo por su propio esfuerzo, dejando atrás a los menos afortunados. Una visión que se propalaba no solo entre los niños, sino a la vez entre lo que podríamos llamar adultos infantilizados. Y el golpe de 1973 se dio en nombre de esos valores que Allende amenazaba. Y nuestro libro fue tirado a la bahía de Valparaíso y vi por televisión cómo lo quemaban en una pira inquisitorial.

No entendimos hasta qué punto los lectores no eran recipientes vacíos en que fluían los valores y personajes de Disney”.

P. ¿Por qué escogió los tebeos de Disney en un panorama de intensa oferta cultural exportada?

R. Para leer al Pato Donald se origina en necesidades y desafíos que planteaba la revolución pacífica y democrática de Allende, que desató una lucha ideológica con quienes habían sido hasta entonces los dueños del país. Todo estaba en disputa, incluyendo las historietas populares que en su mayoría se importaban del extranjero. Tal como queríamos recuperar las riquezas que estaban controladas por monopolios norteamericanos, quisimos también ir creando narraciones alternativas, emancipadoras. Para eso, había que entender cómo funcionaban esos objetos de consumo masivo y Mattelart y yo nos dimos cuenta de que las historietas de Disney constituían un perfecto y ejemplar corpus (ojo: yo ya había escrito un largo ensayo sobre los superhéroes) para llevar a cabo ese análisis, que terminó siendo una crítica a los intereses y sueños ocultos de algo que parecía tan inocente.

Una de las viñetas del
Una de las viñetas del ‘Pato Donald’ que analiza Dorfman y Mattelart.Siglo Veintiuno Editores

P. ¿A qué atribuye que el libro vendiese un millón de copias y que se siga imprimiendo?

R. Era un libro necesario entonces y sigue siéndolo, un manual de descolonización, como lo llamó John Berger, pese a sus limitaciones. Enseña a desconfiar de las superficies y las versiones oficiales de la realidad y, sobre todo, recoge la maravillosa alegría y rebeldía que animaba al pueblo chileno en su camino de liberación, una liberación que todavía está pendiente. Y es muy entretenido y lleno de humor.

Para leer al pato Donald recoge la maravillosa alegría y rebeldía que animaba al pueblo chileno en su camino de liberación, una liberación que todavía está pendiente”.

P. ¿Ha podido conciliarse con Estados Unidos después de estar viviendo más de 20 años ahí?

R. Como explico en mi nueva novela [Allende y el museo del suicidio], me crie en Estados Unidos, de manera que me es muy familiar, aunque nunca olvido que resido en el país que facilitó el golpe contra Allende. Hay un incidente en la novela donde se le ofrece al narrador (que se llama Ariel Dorfman) encontrarse con un agente de la CIA en Chile en 1990. Decide no aceptar la invitación, si bien reconoce que comparte con ese agente lazos culturales (Ella Fitzgerald, por ejemplo), lo que complica su relación. Si aspectos de la política norteamericana me incomodan, como le sucede a tantos habitantes de este país, hay una historia de lucha y búsquedas que me animan. Esta nación produjo a Whitman, Thoreau, Toni Morrison, Dylan y suma y sigue.

P. ¿Existe hoy una colonización cultural por parte de Estados Unidos hacia Latinoamérica?

R. La influencia de Estados Unidos en Latinoamérica sigue siendo inmensa, pero no es avasalladora como en el pasado en un planeta multipolar, ni tampoco es inevitablemente nociva. El rock, para no ir más lejos, ha tenido un efecto liberador para nuestra juventud. Y sin Faulkner, no hay García Márquez. Lo importante es establecer un diálogo entre culturas y países, entendiendo, eso sí, que tal diálogo se dificulta si tanto poder económico se encuentra afuera de las comunidades que quieren expresarse.

P. ¿Cree que Latinoamérica ha avanzado en cuanto a cuestionar los productos importados y valorar una producción propia?

R. Escribimos el libro del Pato en 10 días febriles y está claro hoy que su factura impuso ciertas limitaciones. Era un texto excepcionalmente subversivo, pero creo que no entendimos hasta qué punto los lectores no eran recipientes vacíos en que fluían los valores y personajes de Disney, sino que protagonistas de la historia que podían, a su vez, subvertir lo que recibían. Un amigo me contaba de un tío suyo puertorriqueño que veía películas importadas y se dedicaba a comentarlas críticamente en voz alta, involucrando a todo el público. Es lo que ha hecho, de muchas maneras, nuestra región en estas décadas.

Ilustración de los tebeos del Pato Donald que Dorfman y Mattelart analizan.
Ilustración de los tebeos del Pato Donald que Dorfman y Mattelart analizan.Siglo Veintiuno Editores

P. ¿Ha sido un proceso doloroso o sanador volver a ese Chile de los setenta en Allende y el museo del suicidio?

R. Doloroso y sanador a la vez. Me salvé, por una serie de circunstancias fortuitas y dignas de novelar, de morir al lado de Allende en La Moneda, pese a que trabajaba con el presidente. La novela era una manera de retornar a ese día y presenciar, por medio de mi fantasía y desde múltiples perspectivas, los últimos momentos de nuestro líder. Al final de la novela, un personaje inventado por mí logra sanar, justamente, al narrador que es mi alter ego, una situación digna de Pirandello: alguien ficticio ayuda a la persona real que le dio vida.

P. ¿Por qué novelizar un suceso que vivió en carne propia?

R. Todavía corroe a Chile el enigma del final de Allende: fue una muerte trágica (un suicidio) o épica (murió combatiendo). Quise abordar ese misterio con toda la complejidad que merece. La ficción me incitó a adentrarme en esa historia de una manera diferente, más creativa, más llena de contradicciones, que lo que permiten otros géneros. Y quise unir esa pesquisa sobre un posible suicidio de Allende con el suicidio colectivo de la humanidad ante el apocalipsis climático. Aunque la novela es un thriller político, es también una exploración cervantina (Sergio Ramírez dixit) de otros temas. Y sigue siendo, como lo fue el libro del Pato Donald, un acto subversivo, alegre y rebelde que rompe las categorías habituales del género novelesco, como lo reconocen Colum McCann, Junto Díaz, Rodrigo Fresán y Sandra Cisneros, entre otros.

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