COP28: Altas temperaturas, bajas pasiones | Opinión

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El año 2023 se anuncia como el más cálido desde que hay mediciones. No ha sido mala fecha para celebrar la cumbre del clima, cuando se siente la pistola en la sien. Y cuando aguijonea el miedo se propende al acuerdo. En este caso, para salir del estado de naturaleza climático en el que cada cual va a su aire. Poco a poco se va imponiendo la idea de que todos estamos sujetos a la misma amenaza, el peligro es planetario y la solución solo puede venir de sumarse a medidas que nos vinculen a todos. Una cosa es, sin embargo, llegar a un consenso sobre cuestiones generales, y otra conseguir aplicarlo. En los países desarrollados la conciencia medioambiental está lo suficientemente arraigada como para influir sobre las pautas de consumo cotidiano, —tampoco cuesta tanto cambiar algunos hábitos—. Menos fácil resulta ya emprender la reforma energética hasta alcanzar una drástica reducción de las emisiones de efecto invernadero. Sobre el papel es relativamente sencillo, pero en la práctica conduce a enormes tensiones políticas. Aquellos sectores sociales que se van a ver más afectados se resisten a ser los chivos expiatorios y reclaman las lógicas compensaciones.

La mayoría de los Estados, cargados de deudas y con el estrés presupuestario derivado de la pandemia o el rearme exigido después de la guerra en Ucrania, se enfrentan así a nuevas fuentes de conflicto interno. Lo estamos viendo ahora en Alemania, por ejemplo, uno de los países donde las medidas contra el cambio climático gozan de mayor apoyo. Sin embargo, sus gobernantes ven restringida su capacidad de acción al tener que someterse al límite de deuda establecido por la Constitución. O en el Reino Unido, cuyo primer ministro acaba de decir en Dubái que hay que ampliar los plazos de aplicación de las políticas dirigidas a conseguir cero-emisiones. En algún lugar leí que el principio que ahora impera se puede reducir a la máxima siguiente: “Señor, haznos más verdes, pero no todavía”.

Allí donde se perciben tensiones, los partidos de extrema derecha acuden raudos y veloces a ver cómo pueden beneficiarse del malestar general. Mucho se habla de la inmigración como la causa fundamental de su éxito en Europa, pero no es menor la cuestión ecologista. Lo acabamos de ver en Holanda, donde Wilders, un escéptico climático, también triunfó gracias a prometer mejoras en sanidad y vivienda por encima del cumplimiento con las normas medioambientales. Y la pesadilla de un retorno de Trump promete un salto atrás en las ambiciones climáticas. Al miedo al climacalipsis se une ahora también el temor al destrozo de la propia democracia. Pero, no nos equivoquemos, el temor al desclasamiento que sufren algunos grupos sociales no es menor. O el que azuza a quienes no quieren compartir su vida con (supuestos) extraños. Ahí, en estos caladeros de miedos difusos es donde mejor se mueven estos partidos, expertos en la gestión de las pasiones. Por eso mismo, no es en la competencia entre emociones desbocadas donde encontraremos la solución, sino en la fría aplicación de la razón. Y esta está hoy por hoy de parte de quienes apoyan evitar el mal mayor, la destrucción de nuestro planeta.

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