Incluso para alguien tan cómodo en el sobresalto como Donald Trump, sus últimas semanas se han parecido bastante a un viaje en montaña rusa. Ha sido comparado con Adolf Hitler por unas declaraciones xenófobas; ha amenazado con represalias a quienes ahora le piden cuentas por sus actos en el ejercicio previo del poder; ha dicho que será “dictador por un día” si retoma el mando; y despide año en el centro de una batalla legal sin precedentes para impedirle presentarse a las elecciones presidenciales del próximo noviembre que ha abierto un interesante debate sobre la democracia en Estados Unidos.
Es una discusión sobre a quién le corresponde decidir, si a los jueces o a los votantes, si debería ser presidente —teniendo en cuenta sus precedentes— el candidato mejor posicionado para obtener la designación del Partido Republicano y, según las últimas encuestas, incluso para vencer a su más que probable contrincante, un Joe Biden cuya popularidad no levanta cabeza por, entre otros motivos, su avanzada edad o por la guerra en Gaza.
La idea de una segunda ronda de trumpismo en la Casa Blanca ha conseguido, al menos, poner de acuerdo a las dos Américas en la invocación de los peligros que se ciernen sobre la democracia en 2024, un año que ―como 1776, 1861, 1968, 2001 o 2020― pide paso para figurar los anales de su historia. Para un bando, cuatro años más de Trump empujarían al país hacia la autocracia. Para el otro, el verdadero riesgo está en los intentos de pararle los pies en los tribunales, que obedecerían a una persecución política iliberal con todo el arsenal del aparato del Estado: un truco sucio para derrotarlo ante la incapacidad de un rival en apuros para hacerlo en las urnas.
El magnate cierra el año de sus problemas con la justicia con más embates jurídicos; cuatro casos hasta ahora, en los que está acusado de 91 delitos penales, por subversión electoral, por su responsabilidad en el ataque al Capitolio, por su manejo de material clasificado y por pagos en negro a una actriz porno. Los últimos tienen que ver con la cláusula de inhabilitación que contiene la decimocuarta enmienda. Su sección tercera, escrita tras la Guerra de Secesión con los sublevados de la Confederación en mente, impide presentarse a un cargo público a quien, tras jurar fidelidad a la Constitución, haya participado en una insurrección.
Es una pelea jurídica que se parece a la de las elecciones presidenciales: se libra Estado a Estado. De momento, Maine y Colorado han dado por buenas dos interpretaciones. Por un lado, que lo que Trump hizo (y aún hace) al negarse a aceptar el resultado en las urnas en 2020 y su promoción del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 cuentan como un acto de insurrección y no están protegidos por la libertad de expresión. Por el otro, que lo que dice ese oscuro párrafo del texto fundamental raramente invocado cabe aplicarse al cargo del presidente, aunque no lo cita expresamente entre el montón de puestos electos que sí menciona.
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Media docena de Estados (el último, California) han desestimado ya esa teoría jurídica y hay al menos 32 en los que hay iniciadas causas a partir de esa interpretación de la Constitución. La pelota está ahora en el tejado de un Supremo de supermayoría conservadora que cuenta con tres jueces nombrados por Trump. Si aceptan el caso, pueden decidir sobre las dos cuestiones (la de la insurrección y la de si la cláusula afecta a los presidentes), o quedarse solo en lo práctico y devolver el nombre del candidato a las papeletas. Lo que decidan esos nueve magistrados tendrá efecto en todo el país y allanará o cortará el paso de Trump hacia la Casa Blanca. Hay cierta urgencia: el proceso de primarias comienza a mediados de enero con los caucus de Iowa.
Quienes defienden sacarlo de esas primarias anteponen la idea de que nadie está por encima de la ley a la certeza de que esos ataques pueden acabar teniendo el efecto contrario al deseado: hacerle ganar votos. Nadie como la secretaria de Estado de Maine —la demócrata Shenna Bellows, en cuya argumentación escribió que “la democracia es sagrada”— ha encarnado durante estos días esa lucha.
Traición y amparo
El mismo recurso al ideal sagrado de la democracia sirve a quienes opinan lo contrario, que abundan, y no solo desde el lado de los simpatizantes del magnate. Mejor sería dejar hablar a los votantes, dicen, a que un puñado de jueces lo saquen de la carrera electoral. Y, desde luego, sería más fácil, añaden, si ya hubiera una sentencia que diera por probado que cometió un delito de insurrección.
Para el profesor de Jurisprudencia de la Universidad de Yale, Samuel Moyn, hay un peligro en recurrir a la cláusula de inhabilitación: “convertir lo que debería ser un referéndum nacional sobre el futuro del país en un espectáculo en el que unos jueces interpretarán un texto legal del pasado”. “Tal vez favoreciera a los demócratas en el corto plazo”, considera Moyn, pero en realidad solo se estaría “aplazando la necesidad de gobernar por medios legítimos, en lugar de mediante subterfugios legales”.
Algunos, como el analista conservador David Frum, viejo antagonista de Trump, señalan también la ironía de que “el presidente que traicionó la democracia pida ahora su amparo”. “Quizás la prudencia recomiende dejar el deshonrado nombre de Trump en las papeletas de las elecciones primarias y generales. Pero, ¿recuerdan ese viejo chiste sobre el hombre que asesinó a sus padres y luego pidió clemencia por ser huérfano? Podría contarse otro, sobre un expresidente que destrozó la democracia cuando tenía el poder y luego reclamó la protección de la democracia para poder tener otra oportunidad de destrozarla”, escribió Frum en la web de la revista The Atlantic tras conocerse la decisión de Maine.
El último número de la publicación es un monográfico sobre todas las maneras y áreas en las que un Trump de vuelta en la Casa Blanca podría causar esos destrozos. Para marcar el dramatismo de las señales de alarma que contiene su interior, el director creativo decidió situar el índice en la portada roja, en homenaje a otra solemne ocasión en la que los editores recurrieron a esa idea: agosto de 1939, un mes antes del inicio de la II Guerra Mundial.
La lista es larga: elegirlo presidente representaría una amenaza para, entre otros asuntos, la inmigración, el clima, el periodismo, la ciencia, la relación con China, el auge del extremismo de ambos lados, la desinformación, el Departamento de Justicia… “En su primer mandato, la corrupción y la brutalidad de Trump quedaron mitigadas por su ignorancia y su pereza. En una segunda vuelta, podría llegar con un conocimiento mucho más afinado sobre las vulnerabilidades del sistema y una agenda de represalias contra sus adversarios y de impunidad para sí mismo”, escribe Frum en el número especial.
A Trump, que despidió 2022 asomado al abismo de la irrelevancia política y enfila 2024 sentado sobre sus cuentas pendientes con la justicia e hinchado de popularidad, la retórica victimista le ha servido para conectar con una base fiel de seguidores que lo consideran poco menos que un mártir. En las últimas semanas, ha elevado el tono con un discurso ya abiertamente revanchista.
El clímax llegó el martes pasado, cuando alardeó de su retórica al compartir en la cuenta de su red social, Truth, una nube de conceptos publicada por el diario británico Daily Mail, que metió en la batidora las palabras usadas por mil potenciales votantes, a los que una encuestadora pidió un concepto que resumiera lo que esperan de un segundo mandato de los dos candidatos que aspiran a repetir en la Casa Blanca. “Venganza”, “poder”, “economía” y “dictadura” eran los términos destacados con letra grande en el enjambre de Trump. ¿En el de Biden?: “Nada”, “economía”, “democracia” y “paz”.
Que el expresidente se apropiara de una lista que cualquier otro habría preferido echar en el olvido es una nueva demostración de que si algo es Trump no es “cualquier otro” político, sino alguien capaz de salir indemne de unas declaraciones como las que hizo recientemente en Fox News. Dijo que sería “dictador por un día” para “cerrar la frontera con México” y para retomar “la extracción de petróleo”. Y que luego ya volvería la democracia. Esa democracia a la que varias veces desde su irrupción en la escena política en 2016 ha puesto, como candidato, como presidente y como expresidente, contra las cuerdas.
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