No son pocos los aventureros, reales e imaginarios, que han soñado en conquistarse un reino lejano, sentarse en su trono y fundar una dinastía. Entre los primeros están James Brooke, que se convirtió en el rajá blanco de Sarawak; Josiah Harlan que llegó a ser brevemente monarca de Ghor, en Afganistán, o Charles-Marie David de Mayréna, rey de Sedang (nombre de la principal tribu que le entronizó) en las selvas de Indochina y que, a la sazón exiliado en Malasia, murió a causa de una mordedura de serpiente o un duelo (es difícil decir qué es más interesante). Entre los segundos, los aventureros de ficción que lograron un reino, destacan, claro, Daniel Dravot y Peachey Carnahan, los dos pillos buscavidas del inolvidable relato de Rudyard Kipling El hombre que pudo ser rey, llevado magistralmente al cine por John Huston con Sean Connery y Michael Caine, respectivamente en los papeles del primero y el segundo.
Toda la vida me han fascinado esas historias —entre las que podríamos incluir, con mucha manga ancha, las de Kurtz y Lawrence de Arabia—, pero siempre desde lejos. Hay que tener mucha ambición y sobre todo muchos redaños, dos cosas de las que carezco, para hacerte con un reino (“lo primero que tiene que exigirse a sí mismo el que se sabe aparte es el valor”, dice en La vía real de Malraux ese moderno avatar de Mayréna que es Perken; “no tememos a nada salvo a la bebida”, declara por su parte Carnahan en el relato de Kipling). Y si alguna vez acaricié la idea de ser alguno de esos tipos sin escrúpulos y resueltos me quitó las ansias de realeza lo que hacen los sedangs y los jarain con los intrusos (la tortura de las mechas, que no es que te coloreen el cabello sino que te horadan los dedos de manera horriblemente dolorosa). O el destino de Dravot, del que sólo regresa de Kafiristán la cabeza seca y marchita, con su corona de oro macizo tachonado de turquesas, eso sí.
Los reinos no son para mí, son para los otros, para los aventureros de verdad, y los que pueden sujetarlos con un brazo fuerte. Todo lo más sustituiría a un rey a la manera de Rudolf Rassendyll en El prisionero de Zenda: provisionalmente, sin que se enterara nadie y para practicar un poco la esgrima.
Así que comprenderán lo estupefacto que me he quedado al enterarme de que alguien haya podido alguna vez pensar en mí como rey. Y no alguien cualquiera, sino el mismísimo Javier Marías, Xavier I, rey de Redonda, que habría sopesado convertirme en su sucesor, según me explicó el otro día tomando un café su viuda, Carme López. “Te apreciaba mucho y le parecía que sería una divertida sorpresa”. Eso seguro. Me quedé de piedra, con la taza a medio camino de la boca. Pues mira que no hay gente en el mundo y en el propio Reino de Redonda que serían excelentes reyes o reinas, por no hablar de su sangre azul literaria, su pedigrí, sus méritos y el afecto que les profesaba Javier. Basta con repasar el who’s who de Redonda y los grandes títulos que Javier otorgó a amigos, escritores y artistas: duques, duquesas, vizcondes y vizcondesas, caballeros y damas, embajadores, cónsules y emisarios redondinos, además de la ciudadanía honoraria del Reino, por no hablar del Real Maestro de Esgrima o Lagardère que ostenta en doblete el Duque de Corso (Arturo Pérez-Reverte) y que me gusta casi tanto como lo de “vizcondesa Strogoff” (Inés Blanca) o “embajador en Costaguana o Nostromo” (Juan Gabriel Vásquez).
Mi propio título o rango es modesto y no implica nobleza, ni de sangre ni ninguna otra, pero es algo que llevaré toda la vida con mucho orgullo y procurando estar a la altura. Consiste en el cargo de Jefe de Exploradores o Almásy —Javier hizo un guiño (o se hizo un lío) aludiendo al nombre de uno de mis personajes favoritos, el explorador y aventurero húngaro Laszlo Almásy, en el que se basa el protagonista de El paciente inglés, que se arrogaba el título de conde aunque en puridad no le correspondía—. Realmente (y valga la palabra) ascender de Jefe de Exploradores del Reino de Redonda a Rey sería un salto considerable. Una pirueta digna de una novela de aventuras o de individuos capaces de hazañas notables. Custer, por ejemplo, ascendió, provisionalmente eso sí, a general por sus cargas de caballería en la Guerra Civil, y Gagarin, he leído recientemente, pasó de teniente a comandante, saltándose todos los rangos intermedios durante su corto pero intenso vuelo al espacio en la Soyuz y porque lo ordenó, con gran desprecio por el escalafón, su valedor Jrushchov. En Los duelistas, la película sobre el relato de Conrad, el húsar Armand d’Hubert va ascendiendo para evitar que le rete su némesis, su colega Féraud.
Sea como sea, Javier sabía perfectamente que yo no tengo hechuras de rey, vamos, si en la mili no pasé de soldado raso, llevo cuarenta años en el diario en el mismo cargo de subjefe de Cultura sin subir un peldaño (también sin ser degradado, es cierto) y cuando en un momento de crisis del suplemento Lluís Bassets me propuso ser el jefe de Babelia dije que no, con el mismo horror que si me hubieran ofrecido ascender a sargento en el fuerte de Zinderneuf asediado por los tuareg.
La amistad con Javier se basaba en lecturas, ilusiones y sueños comunes, y en un cariño mutuo que se podía manifestar en cosas tan insólitas como el interés por el yeti, el Capitán Trueno, el coronel Blimp, los castillos cruzados, el espía nazi infiltrado en el rodaje del Enrique V de Laurence Olivier, las panteras negras, la traición, Kipling, precisamente (decía que El hombre que pudo ser rey era el cuento favorito de Proust y de Faulkner), o el Mau-Mau. La sociedad secreta que se creó entre los kikuyos para enfrentarse al poder colonial británico en Kenia (y sobre la que hubo una película de aventuras con Dirk Bogarde, Simba, la lucha contra el Mau-Mau) era un asunto que fascinaba a Javier desde niño. Cuando nos hicimos amigos, a ese interés teñido de miedo de la infancia se añadía el desagrado que le producían las opiniones de Ngugi Wa Thiong’o, el escritor keniata anticolonialista, también recurrente candidato al Nobel de Literatura, que reivindicaba el Mau-Mau (del que formó parte uno de sus hermanos) y había arremetido contra algunos personajes a los que Javier apreciaba como Joseph Conrad, Rider Haggard (amigo de Kipling, por cierto), Nicholas Monsarrat o el capitán W. E. Johns, el creador del aventurero aviador Biggles. Justo ahora estoy leyendo un libro, Mau-Mau, terror en África, de C. T. Stoneham (editorial Iberia, 1954) que compré con la idea de comentarlo con Javier y regalárselo. Él era enormemente generoso con eso. Entre mis tesoros se cuenta una primera edición que me regaló de las memorias de la esposa de Custer.
Nunca seré rey de Redonda —lo que sin duda es una suerte para el reino—, pero he heredado una cosa de Javier que me hace muchísima ilusión. Un traje de gala de escocés, completo con falda (tartan verde y oscuro Black Watch), elegantísima chaqueta Prince Charlie con botones metálicos cuadrados, chaleco, sporran, cinturón y hebilla con el cardo tradicional. El sueño húmedo del highlander Daniel Fernández. Sumas la gaita y el salacot y pareces salido del épico cuadro de Alphonse Maire de Neuvelle de la batalla de Tel-el-Kebir. No incluye ropa interior, claro. Javier lo adquirió para llevarlo al recoger un premio literario en Edimburgo. Me lo pongo en casa por las noches y no descarto acudir a alguna ceremonia o acto oficial ataviado así. No se ha visto a un Jefe de Exploradores más pinturero y mejor vestido. Decía que jamás seré rey de Redonda, pero puede ser que Javier me haya dejado el traje para sorprender a los nativos de alguna tierra lejana y agreste, y, con un puñado de rifles y algo de suerte, crear allí mi propio reino y proclamarme rey. Jacinto I, querido Javier, qué exótico suena. “El hijo del hombre se marcha a la guerra / buscando ganar una corona de rey / ¡en lontananza ondea su estandarte rojo como la sangre! / ¿Quién será el que lo siga?”.
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