Esta debería ser una edad de oro del periodismo musical. Con la abundancia de bases de datos y el acceso prácticamente gratuito a toda la música (en baja fidelidad pero, vaya, tampoco es toda la música), el nivel tendría que ser apabullante. Y no. Confundimos información con conocimiento, cuando la información, no siempre fiable, debería venir filtrada por la experiencia, la sensatez y el sentido de la historia.
Esos valores ya no cotizan. En los medios, la función del especialista musical ha sido cedida a humoristas dicharacheros, a famosetes que una vez escucharon un álbum de Pink Floyd bajo el efecto de alguna substancia, a ratones de Internet. Lo que les suele caracterizar es la credulidad.
Se tragan entusiasmados las cifras de ventas oficiales, medidas en millones. Suele tratarse de fantasías de publicistas, que además tienden a redondearlas. Y, sin embargo, se repiquetean en televisión, prensa y radio como si fueran argumentos de autoridad. Si el artista en cuestión fuera suspicaz, se plantearía cómo demonios esos triunfales guarismos no se reflejan en sus liquidaciones. A no ser que hablemos de narcisistas tipo Raphael, que exigió que Hispavox se inventara un trofeo para celebrar la (supuesta) venta de 50 millones de sus discos y, ale hop, nació el elepé de uranio, un prodigio mundial cuyo único ejemplar reside en el museo del artista, en su Linares natal.
Conviene desconfiar también ante los premios, galardones y otras recompensas simbólicas. Uno no sabe mucho sobre la trastienda de, digamos, los Grammy, aunque conoce, por experiencia propia, que muchos de estos laureles son teledirigidos desde el momento de la preselección. No se fíen: hasta las estrellas en el celebérrimo Paseo de la Fama de Hollywood requieren que el homenajeado pague 75.000 dólares “para gastos”.
Cierto que la fanfarronería tampoco es exclusiva de discográficas y artistas. Este año, una publicación musical española fundada en 1973 anda alardeando de su medio siglo en los quioscos, ciertamente algo digno de celebrar. Lo fastidia, sin embargo, cuando se proclama “la segunda revista de rock más longeva del mundo, solo después de Rolling Stone”. No es verdad. Mirando exclusivamente a países cercanos aparecen la francesa Rock & Folk (establecida en 1966), la alemana Musikexpress (1969) o la holandesa Oor (1971), que mantienen sus ediciones en papel.
La indigencia conceptual puede resultar abrumadora. Desde hace decenios que, para no pensar, el término cantautor se aplica a todo cantante que componga sus temas: no diré el nombre del genio que decidió epatar al mundo proclamando que Prince era el mejor cantautor del momento (y una vez abierta la veda, todo tipo de artistas cabían). En realidad, el vocablo venía de Italia, donde en los años sesenta vieron la llegada de Gino Paoli, Luigi Tenco, Giorgio Gaber y —abramos el abanico sonoro— Lucio Dalla (no, no vale Lucio Battisti, que recurría al fértil Mogol y otros letristas). Aquellos cantautori cuidaban sus letras. Procuraban que, a diferencia del rock, siempre se entendieran los versos. Buscaban un aliento poético o un testimonio personal, todo alejado de la elementalidad del pop, un producto —no es un insulto— industrial. En verdad, Prince era… otra cosa.
Y así estamos. Parafraseando el éxito de The Platters, el humo de tanta necedad ciega nuestros ojos.
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