Desde las cinco de la tarde de este martes hasta las ocho de la mañana del miércoles, Quito, la capital ecuatoriana, se vació. Con el amanecer, poco a poco comenzó a irrumpir el ruido de los autos, personas transitando y algunos negocios abiertos. Quienes han salido de sus casas para trabajar repiten la misma palabra: “miedo”. Después de varios días de una escalada de violencia por atentados provocados por grupos de delincuencia organizada, incluido el secuestro en directo de periodistas del canal TC Televisión en Guayaquil, los ciudadanos intentan retomar sus actividades en medio de la incertidumbre.
“Tuve pánico por mi hijo de 23 años”, cuenta Luz, la dueña de un local de venta de víveres en la ciudad de Quito, mientras baja de su auto varias cubetas de huevos. Comenzó su jornada, como todos los días, a las seis de la mañana, después de haber perdido todas las ventas del martes. “No pudimos producir, toda la gente comenzó a irse asustada a sus casas, estaban evacuando en el centro comercial cercano y no sabíamos si era una bomba o qué pasaba”. Prefiere no decir su nombre por temor a la grave crisis de seguridad que atraviesa el país, con el mayor número de muertes violentas de la región: 40 homicidios por cada 100.000 personas. “Mi hijo sale a las once de la noche del restaurante donde trabaja. Como madre es terrible, no se puede ni dormir porque no sabes cómo está tu hijo allá en la calle”, cuenta esta mujer de 46 años, que viven en el Comité del Pueblo, una parroquia urbana de la capital.
Christian Quiroz, de 44 años, es conserje de un edificio en el norte de la ciudad. Relata que apenas supo de la cadena de atentados en las diferentes ciudades del país, tuvo que dejar todo y regresar a su casa. Quiroz, que vive en el barrio Quito Sur, asegura que el metro estaba colapsado y tuvo que entrar prácticamente a la fuerza en uno de los vagones. Pero lo que más le preocupaba era caminar por la calle. “Lo que se me pasó por la cabeza es que por ahí aparezca algún pandillero o alguien armado y nos secuestre”, cuenta en el portal del edificio. Cuando llegó a su casa, las calles estaban desoladas.
Para Luz, la tarde del martes en su barrio fue “tremenda”. “En el comité del pueblo han estado los malandros”, explica. Varios vecinos le contaron que hombres armados entraron en dos carnicerías. “Salimos del local a las cinco y media, cuando llegamos a la casa todo estaba cerrado, no había ni un local abierto”. Se queja de que en su barrio no hubo policías, lo único que pudo calmarla, admite, fue ver a su hijo entrar en casa a las siete de la noche. Horas antes, el presidente del país, Daniel Noboa, había declarado la existencia de un “conflicto armado interno”, ordenando el despliegue inmediato y la intervención de las fuerzas de seguridad contra el crimen organizado. “Estamos en guerra”, insistió este miércoles.
El mayor miedo de Luz, sin embargo, es que su hijo sea cooptado por uno de las 22 grupos de delincuencia organizada, que el Gobierno del presidente Daniel Noboa ha identificado ahora como bandas terroristas. “Me aterroriza que vayan a reclutarlo. Dicen que están reclutando a jovencitos. Si tuviera la oportunidad de que mi hijo salga del país, no lo pensaría dos veces. No hay seguridad, no hay futuro”, zanja.
Una pequeña hilera de taxistas están estacionados frente a un centro comercial en el centro de la capital. A la entrada del lugar, dos guardias de seguridad privada revisan las mochilas y bolsos de todas las personas que quieren ingresar. Dicen que lo hacen como una medida de prevención. Carlos, un taxista de 58 años, cuenta que este miércoles no ha tenido más opción que trabajar. Comenzó a las nueve de la mañana “por seguridad”, a pesar de que su familia le pidió que no lo hiciera.
“Las deudas no esperan, hay que salir pase lo que pase. Uno corre mucho riesgo”, cuenta mientras espera con el codo apoyado en la ventana de su auto. Carlos, que trabaja como taxista desde hace 30 años, asegura que la ciudad ha cambiado mucho, pero nada como lo que está sucediendo ahora. Solo la noche de este martes, relata, en su barrio, Guamaní, al sur de la capital, cerca de cien policías patrullaron la calle por dos horas. “Con todo lo que pasa, la gente se desestabiliza”, reflexiona.
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