No es fácil escribir sobre Rafael Sánchez Ferlosio porque ya se ha dicho todo, pero en esta ocasión es obligado avisar a los ferlosianos y jarameros (que no jaraneros) sobre una importante publicación que llena una ausencia inadmisible en la bibliografía del personaje.
Se trata de la edición crítica, aunque no se llame así en los títulos de crédito, de El Jarama, la clásica (ya) novela de Ferlosio, por el erudito e industrioso Mario Crespo, joven correspondiente de la Real Academia Española en Santander. Su labor ha sido enorme y en la extensa introducción de casi doscientas páginas encontrará el aficionado serio una biografía muy interesante de Ferlosio, con datos curiosos sobre su infancia y juventud, una completa historia de la recepción del autor desde las Industrias y andanzas de Alfanhui, que es también una revisión de la historia de la literatura española en los años cincuenta, así como una infinidad de citas del propio Ferlosio en entrevistas o declaraciones que dan idea de la armadura de su inteligencia y la grandeza de su espíritu.
Sólo por este largo ensayo sobre Ferlosio ya merece la pena el libro, pero es que sobre el texto ha reunido Mario Crespo mil trescientas sesenta notas, todas ellas relevantes. Lo sé, no es una lectura fácil ir subiendo y bajando en la página cada diez segundos, pero el esfuerzo merece la pena. Quizás se podría haber dado un formato mayor a esta singular edición, pero su inclusión en la benemérita Letras Hispánicas facilita su adquisición por los más jóvenes.
¿Y qué es hoy El Jarama? Pues sigue siendo una lectura cautivadora, un experimento espléndido. Muchos saben que Ferlosio abominó de su novela debido al colosal éxito que tuvo. Llegó un momento en que no soportaba que le hablaran de su libro, como si en su enorme obra (cuatro grandes volúmenes en Debate, al siempre atento cuidado de Ignacio Echevarría) sólo existiera esta exquisita narración. El predominio periodístico de lo que él llamaba, sin aprecio, “lo literario”, le exasperaba.
Porque su rechazo de “lo literario” se dio muy temprano, como bien cuenta Mario Crespo, y desde el principio fue violento y militante, aunque había mucho de dramatización en ese rechazo. En su correspondencia con Coindreau, su traductor al francés (el cual era también traductor de Faulkner para Gallimard), se muestra mucho más templado (p.50). El caso es que de aquel rebote le vino la pasión lingüística ayudada por la lectura de la Teoría del lenguaje de Karl Bühler (Rev. De Occidente) a la que se dedicó con un ahínco casi enfermizo en los veinte años siguientes.
Pero lo extraordinario es que su renuncia a “lo literario” dio lugar a una cascada de ensayos (casi tres mil páginas en la edición de Debate) a cuál mejor y con el siguiente y muy sorprendente añadido: todos son literariamente relevantes hasta el punto de que su contenido queda supeditado por entero a la forma literaria. Miles de sus lectores lo fueron por la prosa y sólo ancilarmente por las ideas que defendía. Dicho en plata, Ferlosio renunció a lo que él llamaba “el papelón de literato”, pero no a la literatura, por mucho que abominara de ese término. De hecho, él y Juan Benet fueron los grandes expertos de la prosa española del siglo XX, sus renovadores e inventores.
Eso no disminuye, ni mucho menos, a una generación que ha ido creciendo con el paso del tiempo, como el extraordinario narrador que es Ignacio Aldecoa o el siempre vivo Miguel Delibes, se trata sólo de un magisterio de oficio, el de Ferlosio y Benet, y fue algo infrecuente en las letras españolas, la del literato que produce una obra de arte considerable, más allá de los géneros, de las clasificaciones académicas o de las convenciones históricas. Dos maestros que, además (cosa infrecuente en este país) se respetaban y admiraban mutuamente.
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