La revista The Economist anunciaba hace algunas semanas que la más que posible vuelta de Trump a la presidencia de Estados Unidos suponía el mayor peligro para el mundo en 2024, tanto para la política interna de su país como en la esfera internacional. Asimismo, la revista The Atlantic dedicó un número especial a analizar cuáles serían las consecuencias de su nuevo mandato en distintos ámbitos. El balance es aterrador. Les ahorro los detalles porque se los imaginan bien. Por eso mismo, y dejando ahora de lado la enorme cantidad de delitos por los que está imputado, la decisión de las autoridades de Colorado y Maine de dejarle fuera de la elección en las primarias de su partido en dichos Estados ha suscitado una nueva esperanza en que al final sea apartado como candidato. En ambos casos se sustenta sobre la sección 3ª de la enmienda 14 de la Constitución de los Estados Unidos, que prohíbe el acceso a cargos públicos a quienes hayan participado en una insurrección contra el orden legal estadounidense, y que esto y no otra cosa fue a lo que incitó Trump con la toma del Capitolio. En todo caso, la decisión final la tendría el Tribunal Supremo.
Las reacciones no se han hecho esperar. El también candidato Ron DeSantis ya ha declarado que apartar a Trump “abriría la caja de Pandora”, muchos republicanos van rasgándose las vestiduras por los medios y las redes sociales echan chispas. Pero, aparte de estas esperables réplicas partidistas, muchos juristas y un buen puñado de opinadores progresistas no lo ven nada claro. Primero, porque la cláusula aludida es ambigua y hay que entenderla como reacción a un contexto, el del final de la Guerra Civil americana —la enmienda 14 es de 1868—, en la que se trataba de evitar ulteriores rebeliones confederales. Luego, por consideraciones más prudenciales, ¿apartar a Trump no es ya acaso el medio más eficaz para promover una insurrección popular? Y, por último, por razones “democráticas”: renunciemos al protagonismo judicial en aquello que compete decidir al pueblo; que no ocurra como en el año 2000, cuando el Supremo concedió una más que discutible victoria a George W. Bush frente a Al Gore. La disyuntiva es clara: ¿hay que evitar por todos los medios legales posibles que Trump se presente o es mejor batirle en las urnas y que, si acaso, lo eliminen los ciudadanos?
Atentos a la contradicción. Se pretende conceder la gracia de no tener que someterse a las reglas y normas de la democracia a quien más se ha esforzado a lo largo de su vida política por no sentirse obligado por ellas, a quien ha llegado incluso a impugnar un resultado electoral, a quien más las ha subvertido y amenaza con ajustarlas a sus intereses una vez de vuelta al poder. Será inevitable, nadie es inimputable, pero ya se encargó en su momento de conseguir una holgada mayoría conservadora en el Tribunal Supremo. Su decisión está cantada, no se atreverá a interferir en la candidatura de Trump. El problema es, sin embargo, otro, ¿de qué auctoritas goza un sistema político y legal cuando quien más lo subvierte, y encima presume de hacerlo, no para de crecer en las encuestas? Si los propios ciudadanos no salen en defensa de su democracia habrán merecido perderla.
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