No hemos tenido suerte, los españoles, con nuestros dirigentes. Cuando no eran unos pobres dementes como El Hechizado, han sido felones como Fernando VII, o incapaces como los sucesivos presidentes de las dos Repúblicas empeñados en destruir el país. Solo de vez en cuando y como por milagro aparecía un hombre excepcional, al que, casi siempre, aplastaban los canallas. Tal es el caso de Gaspar Melchor de Jovellanos, intelectual y hombre de bien de los poquísimos que han brillado en este país.
Levantó la liebre Andrés Trapiello al comentar los Diarios publicados por la notabilísima KRK de Oviedo y editados por María Teresa Caso. Y tenía toda la razón: esos volúmenes, regiamente anotados e ilustrados, muestran a un hombre bueno, culto, inteligente, trabajador y honrado. Como es lógico, poco duró. Me he centrado en el diario que llevó durante su exilio, primero en Valldemosa y luego ya preso en el castillo de Bellver. Es algo único en la literatura española.
Quien le condujo a prisión no fue el valido de Carlos IV, Godoy, uno de esos políticos lastrados por su egoísmo e incapaces de ver más allá del oro, es decir, del poder. Quiso Godoy usar a Jovellanos como pantalla liberal y afrancesada en sus trapicheos con Napoleón (quien, por cierto, siempre se burló del gañán), pero Jovellanos no podía soportar que Godoy se mostrara en público con su amante Pepita junto a su esposa, la condesa de Chinchón. Aquella desvergüenza le parecía que hundía el prestigio del Estado. Y se lo hizo saber. Sin embargo, fue el partido de la Inquisición, ya caído Godoy, el que lo mandaría arrestar en 1801. Lo condenó al destierro, primero en Valldemosa, y luego preso en el castillo de Bellver. Allí pasó seis años ocupado en su diario.
Los cuadernos son de gran interés. Jovellanos era incapaz de dejar reposar la cabeza y anotaba sin descanso cuanto veía, sabía, le contaban o leía. Las entradas (casi 700 páginas de gran formato) muestran a un hombre que no deja pasar por alto un solo detalle, a pesar de estar confinado entre cuatro muros. Cuando, a partir de 1804, le relajan las condiciones y puede dar algún paseo fuera del castillo, da minuciosa cuenta de las costumbres campesinas, los modos de hablar, el estado de los campos, la riqueza o pobreza de las fincas, la arquitectura balear, en fin, muestra una curiosidad infinita que ofrece una idea muy exacta de las islas a principios del XIX.
Impresionan particularmente las lecturas en esos años. Son colosales y de una variedad sorprendente. Lee o le leen (tuvo problemas serios de cataratas) la Gramática de Port-Royal, el Paraíso perdido de Milton, todas las obras que logró alcanzar de Ramon Llull, cientos de autores latinos desde Pomponio Mela a Cicerón, pero también decenas de tratados como el Episcopologio mallorquín o las memorias de Louis-Philippe de Ségur sobre Napoleón. En fin, era una arrolladora necesidad de saber que no se agotaba en sí misma, sino que perseguía la reforma del mundo, palmo a palmo. Ha dejado una enorme cantidad de tratados que aún son de recomendable lectura, porque la suya, es, además, la mejor prosa del siglo en España.
¿Pero quién lee a Jovellanos a día de hoy? Quizás algunos escolares y universitarios asturianos, pero contados con la mano. ¿Quién lee estas soberbias Obras completas de la editorial KRK? Quizás unos pocos estudiosos. El caso es que no debería haber institución o biblioteca seria que no tuviera en sus fondos las obras de este hombre ejemplar que acabó muriendo de mala manera por causa de una pulmonía en un pequeño puerto gallego, cuando trataba de salvarse de los invasores franceses, tras haberse salvado de los inquisidores españoles. Un admirable personaje ya casi romántico.
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