La claridad del toreo | Cultura

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Vivimos en tiempos oscuros, donde todo es falseado, trapicheado. La mentira se viste de verdad y, por si fuera poco, nos metemos rajas de buenismo para edulcorarla, para mofarnos de ella. Más que nunca necesitamos la claridad del toreo, su soledad sonora, su música callada. Más que nunca necesitamos de esas armonías superiores de las que hablaba Bergamín, hechas para los ojos del alma, oídas por dentro, con el corazón. Allí se aposentan el arte, los libros, los lienzos, todo lo que hace que seamos mejores, con más cumbres. Y sin embargo, nos llega todo ese ruido sin fin, ese palmoteo, abucheo, griterío de las redes sociales, de los canales de televisión.

Más que nunca necesitamos de esa música callada. Necesitamos afinar los instrumentos, tocar más justo, y dejar de bailar al son de la farándula. Quizás debamos también recordar algún ardiente agosto, como el que hace noventa años, casi un siglo entero, se llevó por delante a Ignacio Sánchez Mejías, el torero cogido, herido por un toro bravucón, con apenas casta. Porque a veces así te viene dada la suerte, la muerte te lleva por delante como si fueras un trapo, y lo hace en una plaza de segunda, en Manzanares. Y a veces se alarga, ella se toma su tiempo, en su caso, casi cuarenta largas horas, agónicas. Le mató entonces el toro en el ruedo, y dice, escribe Lorca, más o menos a las cinco de la tarde.

El tiempo a veces se alarga, se estira y lo hace lentamente en un cuartucho de miseria con apenas un ventanal, mientras la tarde, y luego la noche, la mañana sofocan, con apenas una reja para ventilar. La muerte puede así ser muy juguetona, muy sádica, llega “perezosa y larga”, engañando, “como quien viene a dar vida”, diría Lope. La muerte llega siempre callada, no es mundana, ella siempre va en serio, como la vida misma puesta sobre el pecho. Y a veces esa larga y perezosa muleta dura toda una vida. La vivimos sin enterarnos, sin tener nada que nos avive. De vez en cuando se nos asoma alguien a la reja, un amigo, un amor, y no le hacemos el debido caso. Nos quedamos en ese cuarto, mientras la luz de los días se atraganta por el ventanuco de los años. Y así empachados de luz nos vamos quebrando, sin fuego.

Toca despertarse. Dejarse de gallos y crestas, ponerse a pensar de verdad. Es decir, toreando a pecho descubierto. Los libros, los lienzos, las partituras, no te dejan adormecido, te desnortan, te desnudan. Y si son de los grandes, te despiertan con timbales, dentro del mismo silencio. Dejas de cojear, de tartamudear, peor, de no mirar, no ver, no escuchar, abren los ojos por dentro. Cuando lo hacen además con estilo, cuando el trazo o el fraseado apabulla, entonces no paras, se te disparan las neuronas, como si fueran cohetes. No necesitamos esnifarnos nada para ello, meternos rajas de pantallas en los ojos. Los artistas, a su manera, son lidiadores, entran en las plazas y saquean el ruido, te dejan con la boca callada. El lenguaje del arte te rescata del vacío, de la nada que se nos mete en todo, en cada agujero. La vida se hace entonces boyante, embiste mejor, los tertulianos, los mansos se escabullan. El toro de lidia no sabe de piropos ni de insultos. Tampoco busca el indulto, que le acaricien los pechos.

Él lo que busca es lo noble, es lo claro, lo alto. Incluso cuando la vida se empina, se hace feroz, no la suelta, se mete en el trapo, nada de ser un cobarde bravucón, pasearse de tuit en tuit, ir pregonando, a diestra y siniestra, insultando, abucheando, desde la barandilla del anonimato. La mayoría de los que estamos ahora vivos de este lado del siglo venimos del anterior. Somos incluso, muchos de nosotros, nativos digitales. Para algunos, la informática es la lengua materna, apenas se nos nota el acento. Ahora la inteligencia artificial nos amplía el ancho de banda. De pronto se nos promete que podremos cornear hasta la misma Luna. Asombrados, perplejos, preocupados, alegrados, la vemos meterse en el ruedo. Puedes hablar con las máquinas y ellas te contestan, a bote pronto. Y entonces está todo ese tiempo perdido, robado, te quedas enganchado en el gran ruido, en la gran nada.

A eso, pues, le llamamos inteligencia artificial. Inteligencia sin labios, sin carne ni hueso. Ese cerebro es todavía embrionario. Pero ya chupa todos los datos que puede, nos mama hasta la médula. Se mete en todos los rincones para rascar, clasificar, resolver, almacenar, triturar, hasta en lo más íntimo nos mete mano. Y entonces piensas que pronto necesitaremos todavía más de esa lentitud, de esa soledad sonora. Necesitaremos retraernos, y sin ir al extremo de hacernos veganos digitales, levantar un poco el pie, escuchar un poco más. Las máquinas que estamos inventando puede que se pongan a buscar en bucle todo, para destrozar, aniquilar, arrojar un nuevo virus, lanzar un nuevo misil, toparse con algo que sea letal, definitivo. Lo que tenemos ahora entre las manos no es un producto maduro, terminado. Esa inteligencia artificial ha dejado de ser sin embargo artesanal, y se ha convertido también en un charlatán, un bufón, mentiroso, y a veces ruin, que se nos reirá a la cara, a carcajadas.

Necesitamos de soledad sonora. De algo que no engaña, que no burla, que sea noble y claro, sin cobardía. En el futuro deberemos tener mucha casta. Dejarnos de bravuconería y escuchar más a la vida, que tiene, como los astros de allá arriba, mucha música callada. Y de esto, y de lo otro, y de lo de más allá, es lo que sabe el arte. La escritura, la pintura, la partitura no enseñan nada, ni lo pretenden. Dar a ver, con los ojos del alma abiertos en grande, es lo que hace el arte. No dejemos que la música de la sangre se nos apague, que esos silencios de los espacios infinitos, de los cuales nos hablaba Pascal, se encojan, y desaparezcan en todo este ruido que nos sube hasta el morro, que nos atrapa por los oídos, por los cables, y no quiere ni soltarnos un instante, un fragmento de vida.

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