El 31 de marzo, el golpe militar que llevó a Brasil a una dictadura de 21 años (1964-1985), transformó la destrucción de la Amazonia en política de Estado, asesinó a más de 8.000 indígenas y cientos de no indígenas, convirtió comisarías en centros de tortura de opositores y secuestró a niños y adultos, cumple 60 años. Desde la redemocratización, con la primera elección presidencial en 1989, Brasil vive hoy su momento más delicado en la relación con las Fuerzas Armadas. Las evidencias son múltiples. Pero ninguna consecuencia salta tan a la vista como la omisión de los militares ante el genocidio del pueblo indígena yanomami en la frontera de Brasil con Venezuela.
Al comienzo del tercer mandato de Luiz Inácio Lula da Silva, la plataforma periodística Sumaúma denunció que 570 niños yanomamis menores de cinco años murieron de enfermedades prevenibles, como malaria, neumonía y verminosis, durante los cuatro años de Gobierno del extremista de derecha Jair Bolsonaro, capitán retirado del Ejército. Al día siguiente, Lula llevó parte de su ministerio a la región amazónica y declaró la emergencia sanitaria. En 2023 gastó 200 millones de dólares, envió a 2.000 profesionales sanitarios y… fracasó. La cifra de muertos en los primeros 11 meses del año pasado es muy similar a la del último año de gobierno de Bolsonaro: 308 personas, más de la mitad niños.
En parte, el fracaso se debe a la incompetencia en la gestión de las acciones sanitarias. En parte, se debe a la omisión de los militares en la lucha contra la minería ilegal. No se puede detener el genocidio yanomami sin eliminar la operación de extracción de oro —parcialmente controlada por el crimen organizado— que llevó a miles de invasores a la tierra indígena y contamina los ríos con mercurio a diario. Protagonistas históricas de masacres contra los indígenas, a los que consideran obstáculos para el “desarrollo”, e ideológicamente más cercanas a los mineros ilegales, las Fuerzas Armadas desobedecieron al Gobierno y dejaron de cumplir su cometido en la lucha contra la ilegalidad. También dejaron de entregar la totalidad de las cestas de alimentos a los indígenas que sufrían desnutrición grave. La desobediencia es flagrante y los yanomamis lo están pagando con su vida. Pero Lula prefiere elogiar oficialmente a las Fuerzas Armadas siempre que tiene ocasión.
La delicadeza de la relación entre el Gobierno civil y los militares está a la orden del día en Brasilia desde que Lula pisó el Palacio del Planalto. El 8 de enero de 2023, una horda de apoyadores de Bolsonaro intentó dar un golpe de Estado para derrocar al Gobierno electo, siguiendo los pasos de Donald Trump en el Capitolio. Antes, acamparon frente a los cuarteles durante semanas sin ser molestados. Al contrario, el ambiente era de camaradería. La ley se aplicó a los civiles que participaron en la intentona golpista, pero no tocó a los militares, a pesar de haber desempeñado un papel evidente en la escalada de los acontecimientos.
La “normalidad democrática”, expresión utilizada insistentemente por las autoridades civiles, se asemeja a una lámina de cristal, que muchos temen que se haga añicos en cualquier momento. La orden, en Brasilia, parece ser no disgustar ni enfrentarse a las Fuerzas Armadas, ni siquiera ante un genocidio indígena, para que la relación no se rompa. En cierta medida, Lula es rehén. Y si un Gobierno electo tiene que someterse a este tipo de chantaje por parte de fuerzas que constitucionalmente deberían obedecerle, Brasil sigue en estado de golpe.
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