Con su rostro tiznado por recoger escombros, Oscar Montecinos, de 36 años, parece no saber si sonreír o llorar. Perdió por completo su casa. Y recalca, con tristeza, no haber podido salvar a sus dos perros, que a la mañana siguiente, cuando recién pudo volver, los encontró quemados. Pero escapó de las llamas gigantes, que describe de “más de cuatro metros”, junto a su esposa y sus hijos, de nueve y tres años.
Vive en el sector de Achupallas, junto a El Olivar, uno de los más afectados de Viña del Mar por los incendios forestales que azotaron a partir del viernes y durante cinco días a la zona-centro sur de Chile. Sus calles, algunas estrechas, hicieron muy difícil para sus habitantes, y para muchos imposible, escapar. Esa tarde, cuando casi comenzaba el fin de semana, llegaban del trabajo a descansar. Muchos, cuentan, estaban a punto de tomar una ducha; otros por fin se habían sentado en un sillón para ver televisión. Pero, de pronto, comenzó una tragedia que, según las últimas cifras, ha cobrado 131 vidas. Es la peor que se ha registrado, ha dicho el presidente Gabriel Boric, desde el terremoto y maremoto del 27 febrero de 2010.
Montecinos no pensó, dice, que cuando vio cómo se incendiaban los cerros del frente, y también el Jardín Botánico de Viña, que ese fuego que veía tan lejos de pronto devoraría su sala, su dormitorio, su cocina, su historia de 12 años allí. Las llamas alcanzaron a su vecina de enfrente, y también con al menos cuatro vecinos que vivían a la vuelta, en la calle escalera Huasco. “Prefiero un terremoto que un incendio. Esto fue como una bomba atómica”, dice Oscar con la experiencia de un chileno que ya ha vivido un mega sismo, y ahora un mega incendio.
Las tardes en que arreglaban el mundo
Tras el incendio en Achupallas impactaron las imágenes de automóviles quemados a medio andar. Pero mucho más las cientos de casas destruidas por el fuego, salvo unas cuatro o tal vez cinco que nadie sabe cómo –ni sus dueños se lo explican– no fueron arrasadas por las llamas. Aurora Salinas es una de esas propietarias; vive en la calle Luis Hurtado López, la principal. Todavía está impactada porque la construcción está en pie, aunque el fuego arrasó su patio. Ha sacado a la calle una mesita con ropa, toallas higiénicas y un bloqueador solar de un litro para ofrecer a quien necesite. Dice que todo empezó cuando se incendió la palmera del frente.
El olor a quemado, los escombros con hollín, las latas grises con negro que eran parte de sus construcciones, pero sobre todo el recuerdo de ese sábado al amanecer, cuando los habitantes de Achupallas volvieron a su barrio y muchos vieron los cadáveres de sus vecinos o familiares en las calles, es una imagen que les ha quedado grabada. Pero grabada como si todo acabara de suceder.
Pasó en la escalera Huasco de Achupallas, que une la calle Luis Hurtado López con la parte más alta del cerro viñamarino. Sus barandas de metal y sus más de 170 peldaños de concreto, con ocho descansos en 90 metros lineales, y sus otrora áreas verdes, parecen intactas a pesar de lo que pasó justo ahí. Los escalones esconden la tragedia que sucedió la noche del viernes 2. Cinco vecinos, que se conocían hace muchos años, y cuyas casas ubicadas en ambos costados de la construcción se incendiaron, murieron o dentro de sus viviendas o mientras escapaban por esos escalones.
Camila Martínez, de 31 años, vivía en una de esas casas. El de la escalera es un sector donde no quedó nada en pie. Nació en este lugar y ha sido testigo de cómo fue cambiando con el tiempo. Está triste y, a diferencia de su marido Rodrigo Herrera, de 32, que con una escoba barre lo que puede en lo que hasta el viernes fue el lugar donde vivía, ella todavía no puede empezar a limpiar. Dice que no tiene ánimo. A su lado está Juana Jara, su madre, protagonista de cuando formó allí su familia hace 33 años. Ambas esa tarde habían ido a un paseo con el centro vecinal a Pomaire, un pueblo a 50 kilómetros de Santiago, famoso por su artesanía en greda. Se arrepiente de haber ido pero, como todos, no tenía cómo saber lo que pasaría cuando cayó la tarde en Viña del Mar.
Sobre lo que fue la casa de Camila y la de su madre, hay vestigios de lo que fue otra vivienda. Allí vivía su tío Alejandro Flores junto a su esposa Cristina. Camila recuerda que todos los días lo saludaba desde su ventana, mientras él podaba con afán un árbol que mantenía cuidadosamente con la copa redonda. Hoy ese árbol es un tronco enjuto, carbonizado. “Yo perdí a mi tío”, dice de pronto Camila. “Él era una persona muy importante acá. Era el presidente de esta calle”.
Fue Alejandro Flores quien, cuenta Camila y su mamá, uno de los impulsores de la construcción de la escalera Huasco, que fue entregada en 2021 por las autoridades locales del Gobierno del ahora fallecido expresidente Sebastián Piñera. “Cuando era niña me resbalaba en el barro acá. Antes esto era pura tierra, y gracias a mi tío tenemos una escalera. Él siempre buscaba lo mejor para su calle”.
En un vídeo gubernamental del 22 de julio de 2019, cuando comenzaron las obras de la escalera, puede verse a Alejandro Flores contento. “Solo tengo palabras para agradecer todo lo que hemos avanzado en este día. Y esperamos que cuando inauguremos esta calle, los que estemos vamos a echar la casa por la ventana para celebrar el cambio”, dijo emocionado.
Flores y su esposa huyeron de su casa por la escalera Huasco. Fueron encontrados muertos en una subida contigua. Son dos de los cinco habitantes de este sector que perecieron en el incendio. Rodrigo Herrera recuerda a don Antonio y su hija Sandra, que vivían pocas casas más abajo. Ambos fallecieron escapando de las llamas.
Antes del incendio, en las áreas verdes de la escalera algunos vecinos habían plantado árboles frutales. Era un lugar tanto de tránsito peatonal como de encuentro. Recuerda Rodrigo Herrera que en esos peldaños él, junto a Flores y a don Antonio, se sentaban a conversar por las tardes para relajarse un rato después del trabajo. Era una especie de rutina que solía empezar cuando Flores iba a comprar el pan a la calle Luis Hurtado López –donde solo quedó un pequeño negocio en pie, El hornito –, y le preguntaba a sus vecinos si querían encargarle también. A la vuelta comenzaba la tertulia, ahora inolvidable. “Nos sentábamos a arreglar el mundo a la pinta [a la manera] de nosotros”, rememora.
Herrera recuerda a otro vecino, Adan, quien subía los escalones todos los días. A veces era el cuarto en unirse a esas conversaciones de las tardes. Tenía 54 años y lo llamaban el charro o el mexicano. Era fanático de las rancheras, y conocido porque en cada cumpleaños las cantaba. Vivía sobre la escalera Huasco junto a sus dos sobrinas, cerro arriba.
Al final de la escalera Huasco vive Luis García, de 51 años, vecino de el Charro. Está en el patio de su casa, y todavía le cuesta creer que no se le incendiara, pese a que en su base, pues está construida en una quebrada, tiene decenas de neumáticos que afirman la construcción. Se emociona al recordar cuando la encontró en pie el sábado por la mañana; pero no olvida a quienes vio tirados en la calle. Cuando se acuerda, sus ojos se humedecen. A su lado está Violeta, una de las sobrinas que Adan crio.
Violeta cuenta que el viernes era su día libre, y como pocas veces fue con su hermana a la playa. Le llamó la atención que por la tarde Adan no las llamara, porque lo hacía siempre y varias veces al día. “Era muy preocupado de nosotras”, dice. Pero cuando se enteraron del incendio, eran ellas quienes lo llamaban y llamaban por teléfono. Él nunca respondió.
En ningún momento pensaron lo peor. Adan era, lo describen su sobrina y su vecino Luis García, un tipo alegre, amante de su bicicleta y de sus varios perros, además de ágil y deportista. Por eso nadie se explica por qué ese viernes, cuando todo el barrio se incendiaba, el Charro no abandonó su casa.
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