Diluvia tras los cristales de la cafetería pecera del Círculo de Bellas Artes en el primer día de auténtico otoño tras el eterno verano madrileño. Dentro, en medio de la bulliciosa multitud, Leo Harlem apura un café antes de pedir, y obtener, del encargado del local, encantado de reconocerlo, permiso para retirarnos a una zona más tranquila donde poder hablar sin que la grabadora estalle. El entrevistado detesta el ruido, confiesa. Toda clase de ruido. Por eso, para evitar soniquetes e invasiones de su espacio lleva un Nokia antediluviano en el bolsillo y tiene otro en casa por si se le estropea. Es toda la conexión que necesita. Lo otro “es spam para hoy y hambre para mañana”, bromea. O no tanto.
¿Se cree muy gracioso?
No especialmente, me considero más ocurrente que otra cosa. Pero lo cierto es que desde crío he hecho gracia. Imitaba a los profesores, lo apostillaba todo, los amigos se reían y, como me gusta que la gente se lo pase bien, no escatimo. Pero en mi vida normal soy muy callado, puedo estar días sin salir de casa ni hablar con nadie.
¿Entonces, en quién se inspira para recrear a los personajes de sus monólogos?
A ver, no soy asocial. Paseo, voy al mercado, salgo a tomar vinos con los amigos, pero soy muy selectivo. No me gusta el postureo, ni los estrenos, ni estar permanentemente conectado, las redes sociales me la traen al pairo. Pero yo vivo de la observación. Me fijo mucho en todo y en todos.
¿Desde que era camarero?
Y antes, de panadero, donde trabajaba los veranos. Los años de camarero me convalidan Psicología. Desarrollas un instinto para calar al personal fijándote en cómo entra, cómo se sienta, cómo trata a quien sirve. Ahora que no hay mili, los jóvenes deberían trabajar un año de cara al público, donde te toque: una churrería en Toledo, una zapatería en Guadalajara, una tintorería en Sevilla. Eso educa más que muchos cursos universitarios. Ahora entra alguien y te digo de qué pie cojea.
¿Y nunca se equivoca?
Puedo equivocarme, pero el porcentaje es mínimo. Con 12 años detrás de una barra tengo la carrera y el máster.
¿Cuál cree que es su sello cómico?
La naturalidad. Que hablo de lo que conozco. Tengo 60 tacos, he vivido unos cambios espectaculares y mi humor se basa en mi estupefacción, en que ni me adapto ni quiero adaptarme a todo. Hay cosas fantásticas, pero también mucha tontería. Soy un anfibio que nació en la tierra y solo me meto en el mar digital de vez en cuándo, y cuando me interesa. Entonces, cuento lo que me pasa a mí, y eso conecta con lo que le pasa a la gente de mi edad, y se ríen. ¿Cómo no se van a reír?
¿Y los jóvenes, se ríen?
Pues algunos sí y otros no, supongo. Pero seguro que en mí ven a sus padres y se ríen de eso. Yo tengo muchos problemas con lo digital. Pero no solo de manejo, sino de concepto. Te compras un cacharro y lo primero que te pide es que lo actualices. Cómo lo vas a actualizar, si acabas de comprarlo. ¿Y las contraseñas? Para recordarlas y que no te las roben, tienes que tirar de cuaderno. Te tienes que poner tú la gasolina y no te descuentan ni un céntimo. No puedes hablar con un humano en ninguna centralita. Mira, me pongo enfermo. Yo voy por la vía de servicio, que me adelante quien quiera.
El crítico de cine Javier Ocaña le comparó como actor con el desaparecido Paco Martínez Soria. ¿Le ofende o le halaga?
Nunca me tomo nada de forma personal y, para mí, eso es un piropo, porque Paco me hace muchísima gracia. Abuelo made in Spain, por la temática, podría ser una película de Ingmar Bergman, luego todo está en los detalles. Entiendo que mis películas no son El séptimo sello, pero, para mí, el cine debería ir más por el Ministerio de Industria que por el de Cultura, por la cantidad de empleo que genera. El cine es un organismo. El cerebro, digamos, es la élite. Pero hay una parte nutricia: el estómago, los pulmones, el hígado, que cumplen funciones vitales para mantenerlo vivo.
¿Era muy empollón de niño?
Empecé Arquitectura y luego hice un par de años de Derecho, pero me puse a trabajar porque era buen estudiante, pero el horario me pillaba mal. Que era vago, vamos. Ahora, siempre he leído y leo muchísimo. Leer te da vocabulario, y eso te permite ser mas preciso. Las palabras importan, y mucho, en la comedia. Y el ritmo. En el humor, el ritmo lo es casi todo. El público es inteligente y soberano y no pasa una. La risa ni se compra ni se vende.
¿Es peor ser aburrido o tonto?
Un tonto y un aburrido es lo mismo. El tonto aburre y se aburre porque, por no tener, no tiene ni interés por las cosas. Humor e inteligencia suelen ir unidos.
¿Con quién prueba sus textos antes de representarlos?
Con nadie. A veces, he grabado directamente lo que he escrito la noche antes sin ni siquiera ensayarlo.
Eso es confianza en sí mismo.
Bueno, aparte de que lo dejo todo para el final, tengo una especie de radar. Me viene de no sé dónde, y funciona. Cuando actúo estoy muy concentrado, pero, a la vez, estoy pensando en otra cosa. Tengo en la cabeza varias opciones, y, según el público y, si no cuela una, cuela otra. Me disocio en dos. Uno me dice frena, otro, acelera.
Hay quien le tacha de cuñao en escena.
Sí, y no pasa nada. El cuñao tiene que existir. No todo son familias monoparentales. Soy un poco cuñado en el sentido de ayudar, de enterao, tú me dices que necesitas uno y yo te mando un fontanero que es un fenómeno. Y luego, soy muy mandón. En una cena, por ejemplo, alguien tiene que pedir las raciones. Yo te organizo una mesa de 12 personas para que ni sobre ni falte de nada y todos se queden contentos. Si eso es ser cuñao, lo soy.
También le llaman señoro.
En absoluto. Cada vez me gusta más trabajar con mujeres. Mis compañeras humoristas son espectaculares en directo. Igual que hay hombres que no me hacen ninguna gracia. Mi papel en algunos monólogos es hacerme el machito y hay quien no distingue a la persona del personaje. La exageración también es humor.
¿Se autocensura mucho?
Sí, claro. Hay cosas que se hacían hace 20 años y ahora no puedes, porque no tienen gracia. A mí no me importa renunciar a según qué cosas. Si alguien se pone tenso, para mí no es humor, y no me merece la pena. Pero luego está el extremo contrario, como no poder hacer un chiste de un accidente porque a alguien se le murió alguien en la carretera.
¿Qué no le hace gracia?
El humor cruel, cuando se ceba con personas que no se pueden defender. Y tampoco soporto la mala educación ni el ruido.
¿El humorista nace o se hace?
Hacer reír es muy difícil y, sinceramente, creo que es un don natural. De hecho, hay escuelas de actores, pero no de cómicos. No hace falta ser gracioso todo el rato, ni estar todo el día de cachondeo. Es tener la palabra y el gesto justos en el momento y el tono justo. Eso se tiene o no se tiene. El tío más gracioso que conozco es un carnicero que actúa en su carnicería y, si se lanzara al escenario, nos retiraba a todos.
Bueno, usted ya es el mayor del elenco de Mentes peligrosas.
Está todo calculado. En un par de años me jubilo.
¿No le toca esperar a los 67?
Llevo 42 cotizados, perdona. Y ya te digo yo que no me voy a aburrir. Tengo miles de cosas que hacer. Pero sin madrugar. Ya he pasado todo el sueño que tenía que pasar en mi vida.
MENTES PELIGROSAS
Es el título de la gira que Leonardo González Feliz (Valladolid, 60 años), Leo Harlem para la escena, inicia por grandes auditorios españoles junto a otros grandes humoristas de varias generaciones, como Carolina Iglesias y Luis Piedrahita, con Eva Hache y Ana Morgade como anfitrionas. González Feliz -«me encanta mi apellido, ahí hay algo del destino- empezó Arquitectura y Derecho, antes de que la «vagancia» le llevara a dejar las clases para ganarse la vida como camarero y, tras años de barra, decidiera hacer su profesión de su don natural para provocar la risa ajena. Dueño de un estilo costumbrista, donde mandan la hipérbole y la caricatura en la construcción de arquetipos anónimos, pero reconocibles, Harlem compagina desde hace tiempo su carrera como monologuista con su faceta de actor en la saga de comedias familiares de Santiago Segura. Le comparan con Paco Martínez Soria. No le disgusta.
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