‘Los exportados’: Cerdos, vacas y ovejas a cambio de judíos: lo que la Rumanía de los años 60 escondió al mundo | Cultura

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Hace cuatro años, la periodista Sonia Devillers (Las Lilas, Francia, 48 años) descubrió horrorizada que sus abuelos, judíos rumanos, habían sido intercambiados por un puñado de cerdos en 1962. Y no unos cerdos cualquiera, unos cerdos de competición, a los que debía añadírseles un lote de vacas con pedigrí. Sus nombres estaban en la lista que hizo pública el historiador Radu Ioanid después de tener acceso a las cartas y los informes que intercambió la Embajada de Londres con la Dirección General de Inteligencia Exterior de Bucarest, en la que aparecía a menudo el nombre de Henry Jacober, encargado entre 1958 y 1965 de dar salida a los miles de judíos que la entonces República Popular de Rumania marginaba sin escrúpulos a cambio de ingentes cantidades de dinero que, en el extranjero, se transformaban en ganado.

“Lo que me dijeron cuando estuve en Rumania y les hablé de ello fue que mi familia no tenía de qué quejarse. Era una situación win win. Es decir, ellos querían salir de allí y el régimen comunista quería ganado. ¿Y no habían conseguido unos y otros lo que querían?”, explica aún perpleja Devillers. La manera en que el odio no se percibe aún le resulta inexplicable. El silencio es lo único que puede explicarlo. Como explica, dice, lo que ocurre después de cualquier dictadura. Ante una opresión social. “Hay un silencio político alrededor de lo que ocurrió, pero también hay un silencio familiar, un silencio íntimo, que nos impide actuar”, dice la periodista en una entrevista por videollamada con EL PAÍS, para hablar de lo que surgió cuando decidió que no iba a callarse lo que sabía: su primer libro, Los exportados (Impedimenta).

Los exportados es un memoir en el que la voz narradora dibuja el pasado con quirúrgica precisión reconstruyendo la historia de tan aberrante fenómeno que, dice, “prácticamente borró la presencia judía en Rumania”. De los 800.000 que había en el país antes de la Segunda Guerra Mundial se pasó a 300.000 después de la barbarie de la Shoah y a “10.000, pero quizá no sean más de 3.000″ tras la exportación masiva durante la Guerra Fría, recuerda Devillers. De paso, la autora reconstruye también la historia de una parte de Europa que, “por no estar en el centro del debate al respecto, sigue sin contarse”, en palabras de la autora. Porque una cosa es lo que ocurrió durante la dictadura de Nicolae Ceaușescu y otra muy distinta lo que pasó durante la Segunda Guerra Mundial. “Todo lo que ocurrió entonces se atribuye a los nazis, aunque fue cosa del gobierno rumano”, apunta Devillers.

También da cuenta de ello en Los exportados, y aunque se leen en él apenas unos fogonazos de lo que ocurría, es evidente de qué forma se normalizaron las ejecuciones, cómo se orquestaron las partidas a sus propios campos de concentración y cómo se apresuraron a construir cámaras de gas. “Centramos la atención en Alemania, Polonia y Hungría, y olvidamos que en el resto de Europa estaba ocurriendo lo mismo”, sentencia la escritora, que lleva un año y medio sin hablarse con su madre. Su madre, que tenía 14 años cuando su familia cerró el trato con el traficante —pagarían 12.000 dólares por su libertad, y luego el gobierno le debería a Jacober “más judíos para saldar la cuenta”, pues él había invertido en un número de animales mayor, como puede leerse en una de las cartas—, no quiere tener que ver nada con ese pasado.

Portada de ‘Los exportados’, de Sonia Devillers.DEVILLERS

“Ni mis abuelos ni ella se sintieron jamás judíos. Trataron de dejar atrás el hecho de que lo eran. Se cambiaron el apellido y vivieron ajenos a toda idea de religión. Eran ateos y no querían sentirse parte de aquellos a los que se perseguía. Supongo que el miedo también se hereda. Y mi madre ha heredado ese miedo. Aunque también ha heredado el silencio. Es víctima de algo que no tiene nombre. Porque en la Rumania socialista no se hablaba de antisemitismo. Ni siquiera se decía la palabra judío. Se les llamaba cosmopolitas. Mi madre creció con ese miedo, pero sin poder darle nombre. Y se inventó una indiferencia intelectual respecto a lo que era, para protegerse”, relata la periodista, quien también creció sin tener ni la más remota idea de que su familia era judía. “Ahora mismo estoy completamente perdida al respecto”.

Medias verdades

Empezó, dice, contando la historia de su familia y acabó contando la de los judíos en Rumania, y se dio cuenta de que una y otra eran indisociables. Aunque sigue sintiendo que ella no forma parte de eso. Que no debería considerarse una más. “Es una sensación muy extraña”, dice. Su historia familiar está repleta de medias verdades. Sus abuelos, Gabriela y Henry, construían pequeñas ficciones para escapar al prejuicio. Su abuela llegó a fingirse alemana después de plantarle cara a un oficial —pillándole los dedos con la tapa de un piano, mientras tocaba—. En realidad, fue su abuelo quien hizo creer al oficial en cuestión que se metería en un buen lío si la arrestaba porque a los alemanes no iba a gustarles que lo hiciera. Se apresuró temiendo que descubrieran que habían cambiado su apellido, Greenberg, por el irrastreable Deleanu.

Consiguieron durante un tiempo fingir que nada iba con ellos, pero acabaron despedidos de sus trabajos y del Partido. “El comunismo borraba identidades, y si no podía borrarlas, hacía desaparecer a aquellos que las poseían”, dice Devillers, para quien hubo, desde el principio, una intención “fascista” en la República Popular de Rumania respecto a los judíos. “Quería limpiar el país de judíos. No hubo genocidio, ni tortura, ni deportaciones durante la época comunista. Pero sí hubo exportación. Los comunistas fabricaron una Rumania sin judíos”, insiste. Primero se los vendían a Francia e Inglaterra y luego “empezaron a vendérselos al Estado de Israel”, dice. No quiere hablar de lo que ocurre estos días. De la guerra entre Israel y Palestina. Porque la siente lejana. Tiene más presente la invasión de Ucrania.

“La manera de actuar de Putin es idéntica a la de los regímenes postsoviéticos. Lo que hacen es quemar la historia. La chamuscan. Y la reescriben. Todo el tiempo. Para que nadie esté seguro. Y es así como fomentan la paranoia y el miedo. Que se alimenta del silencio del que hablaba antes. El familiar y el político. Las huellas de una dictadura se prolongan en el tiempo. Durante generaciones. Es como si, de alguna forma, esa dictadura viviese en cada una de las personas que la vivieron. Es muy difícil luchar contra eso”, apunta la escritora, para quien el Estado de Israel era entonces, “en esa época en la que mis abuelos podían haber acabado en la cárcel por ser judíos, una puerta de salida vital”. Sí, porque, dice, después de la Segunda Guerra Mundial, en un país como Rumania, podía ocurrir que tu único delito fuese ser judío, algo que, insiste, “sigue sin saberse”.

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