Monto mis muebles, me autodiagnostico | Cultura

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Creo que Vernon Lee, pseudónimo de Violet Paget (1856-1935), fue una señora rara y antipática que alcanzó celebridad, sobre todo, por sus relatos de fantasmas. Tenía admiradores como los hermanos James y Oscar Wilde que, en cuanto podían, le afeaban su falta de aptitudes sociales. Violet Paget se puso nombre de señor para que la tomaran en serio. Era lesbiana, fea y una mente privilegiada. Lo tenía todo para no caer bien. En su novela Una mujer de mundo (El paseo Editorial), detrás del “sencillo” argumento de dos personajes que se encuentran para desencontrarse y volverse a encontrar sin encontrarse del todo, despuntan reflexiones actuales sobre arte, clase, educación y transformación social.

Las conversaciones entre Val Flodden, peculiar muchacha de clase acomodada, y el erudito socialista Greenleaf plantean cómo la educación es la manera conveniente de reformar la sociedad hacia el igualitarismo sin que nada se rompa revolucionariamente. El arte y su disfrute, accesible a través del conocimiento ―“¡Qué interesantes resultan las cosas cuando se sabe algo sobre ellas!”, exclama Val―, podrían actuar como amortiguadores de la polarización y el odio. El arte y la cultura propician el desclasamiento y armonizan la realidad. Suturan brechas. Paget intuye que el desclasamiento puede darse de abajo arriba ―las clases bajas adquieren un capital simbólico que las dignifica y mejora sus condiciones reales―, pero también de arriba abajo gracias a individuos que, a través de su formación, renuncian a sus privilegios, donan para el disfrute público sus tesoros y se acomodan, sin necesidad de excesos ni lujos, en el punto medio ―cristiano― de la virtud.

Esa renuncia hacia abajo es enternecedora: Paget no había visto Exit, la serie noruega que retrata, con vocación ejemplarizante, a gente rica, viciosa y bastante iletrada, que nos hace desear el retorno de alguien más drástico que Robin Hood. La visión socialdemócrata del encuentro a través de la cultura, con la que nos deleitamos en congresos sobre el futuro de las humanidades, rezuma ingenuidad; quizá también valentía: la educación está desacreditada por el empoderamiento de seres individuales que, desde la fantasía demagógica de que opinión y conocimiento son lo mismo, deslegitiman a quienes podrían enseñarles. Desde esa perspectiva, la cultura siempre es elitista, no sirve para enriquecernos y solo busca avergonzarnos por nuestra ignorancia. Entonces, nos rebelamos sin entender que esa rebeldía es tirar piedras contra nuestro propio tejado; o quizá no: en el planeta liberal-influencer existe resentimiento frente al saber, no desde la conciencia de la desigualdad de oportunidades, sino desde la inconveniencia del pensamiento crítico y pejiguero.

La educación humanística nos violenta porque genera empatía ―una más profunda que la de las comunidades en red― y una piel fina incompatibles con el individualismo y la existencia autónoma ―monto mis muebles, me autodiagnostico―. La educación humanística, sus posibles virtudes cívicas, se diluyen en un concepto de rentabilidad que empapa desde las universidades ―¿nivel de satisfacción del consumidor?― al periodismo cultural: si adelgazo las palabras, si la relación entre texto y espacio de recepción se simplifica y se gentrifica en aras de la familiaridad y en detrimento de la curiosidad, si lo más visitado son las listas de más vendidos y/o mejores libros o películas, si debo ser omnipresente en las redes para propiciar mi tráfico, si asumo valores de velocidad y deslizamiento, y necesito acatar esa lógica para sobrevivir, sería mejor no echarnos las manos a la cabeza por el descrédito de las humanidades ni por la bajada del porcentaje que mide la comprensión lectora en niños y niñas entre 9 y 11 años. A las señoras antipáticas siempre nos han preocupado estas contradicciones.

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