El director de orquesta Seiji Ozawa se quedó petrificado cuando un periodista alemán le formuló la siguiente pregunta: “¿Cómo puede usted, un japonés, entender a Beethoven, Mozart o Brahms?”. En 1979, le confesó a The New York Times que le había costado años encontrar una respuesta, pues nunca se había visto como un oriental dirigiendo música occidental. “La música es tan internacional como una puesta de sol. Se puede ver desde París o desde Tokio. Pero siempre habrá gente que la disfrute o aprecie más. Todo el mundo puede disfrutar de Mozart. Pero no todas la mentes están dispuestas a prestarle atención”.
Este músico tan japonés como occidental, que había nacido en la actual Shenyang, en Manchuria, durante la ocupación japonesa, falleció el pasado martes, 6 de febrero, en su casa de Tokio, a los 88 años, como consecuencia de un paro cardiaco. La noticia de su muerte no fue difundida hasta ayer viernes por la empresa de radiodifusión pública japonesa NHK. De hecho, Ozawa vivía retirado, desde 2010, por el tratamiento de un cáncer de esófago que al final superó. Pero tan solo pudo volver esporádicamente a subirse al podio, tras acarrear otros problemas de salud. Su última aparición sobre un escenario se produjo, el 22 de noviembre de 2022, dirigiendo la obertura de Egmont, de Beethoven, en una retransmisión dedicada a un astronauta japonés en la Estación Espacial Internacional.
Esos gestos mínimos y emocionados del legendario maestro japonés contrastan con los movimiento gráciles y ligeramente rítmicos, que cautivaron las salas de concierto en la década de 1970. Una imagen que fascinó hasta a Steven Spielberg, durante una retransmisión de la PBS de su programa Evening at Symphony: “Una fabulosa criatura que se colocaba sobre el podio, un atleta ágil y bailarín con una espesa cabellera negra y abalorios en su cuello de tortuga blanco”, escribe el director de cine, en Seiji. Un retrato íntimo de Seiji Ozawa, un libro-homenaje publicado, en 1998, para celebrar el 25º aniversario como titular de la Sinfónica de Boston. Una monografía plagada de anécdotas de amigos, familiares y colegas, que muestran, con abundantes fotografías, al músico inquieto, sincero y riguroso. Pero también al hombre humilde y divertido que vestía el tradicional yukata o bata de algodón siempre después de sus conciertos.
El retrato más reciente de Ozawa podemos leerlo en Música, sólo música (Tusquets), de Haruki Murakami. El novelista japonés elaboró este libro a partir de seis conversaciones, entre noviembre de 2010 y julio de 2011, donde sigue el trazado cronológico de su carrera como director de orquesta. Desde sus inicios como principal discípulo de Hideo Saito, en la Escuela de Música Tohogakuen, en Tokio, hasta sus intermitentes apariciones al frente de la Orquesta Saito Kinen, que fundó, en 1984, como homenaje a su maestro, dentro del Festival de Matsumoto, ahora rebautizado con propio nombre. Unas conversaciones salpicadas de reflexiones de un músico que tuvo que alejarse de la dirección y encontró tiempo para escuchar sus grabaciones: “Ha sido como mirarme en el espejo”, admite.
Pero la carrera de Ozawa como director de orquesta arrancó con fuerza, en 1959, con su victoria en el concurso de dirección de Besançon, en Francia. Le siguió el Premio Koussevitzky, en Tanglewood, y el trabajo como asistente de Herbert von Karajan, en 1961, y, después, durante cuatro años de Leonard Bernstein, en la Filarmónica de Nueva York. Su primera orquesta como titular sería la Sinfónica de Toronto, de 1965 a 1969, donde comenzó su discografía con una excelente Sinfonía Turangalila, de Messiaen. Y, tras una breve etapa vinculado con la Sinfónica de San Francisco, se convirtió, en 1973, en titular de la Sinfónica de Boston, donde se mantuvo hasta 2002. Ese año dirigió el popular Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena y se convirtió en titular de su Ópera Estatal hasta su retirada forzada a finales de 2009.
Siempre trató de dirigir de memoria las partituras más complicadas dentro de su inmenso un repertorio, centrado en compositores del siglo XX, desde Schönberg, Stravinsky y Bartók hasta Messiaen y su compatriota Tōru Takemitsu. Y sus interpretaciones han sido a veces criticadas por carecer de fuerza expresiva, aunque siempre destacó por combinar esa contención con una exquisita riqueza de color y precisión. Su fascinación por la ópera marcó la etapa final de su carrera, aunque su vinculación con la ópera empezó, en los años sesenta, en el Festival de Salzburgo. Cuenta con importantes grabaciones de Puccini y Chaikovski. Y, entre sus múltiples producciones, cabe destacar el estreno absoluto de la ópera San Francisco de Asís, de Messiaen, en 1983.
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