No quiero un Grammy: la costosa pantomima de Miami, según Diego Manrique | Cultura

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Creo recordar que los Latin Grammy nacieron bajo cierta tensión regional: latía una lucha por la hegemonía del negocio musical hispano entre Miami (que puso en marcha el invento) y Los Ángeles. La primera ciudad se identificaba con Emilio y Gloria Estefan, que pretendían convertir su Crescent Moon Records en la nueva Motown; la segunda aseguraba ser la capital de la música para los mexicanos, principal minoría hispana en los Estados Unidos, industria entonces alérgica al crossover.

Se firmó un armisticio: se ampliaron las categorías y se repartió juego entre ambas urbes. Finalmente, decidieron celebrar la gala anual de forma más o menos regular en Las Vegas. Aunque carece de tradición musical hispana, es la metrópoli más genuinamente estadounidense: una Ciudad del Pecado en medio de un desierto, con el corolario de “lo que ocurre en Las Vegas se queda en Las Vegas”; si creemos a Scorsese allí se ocultan muchos crímenes… musicales, en este caso.

También resulta muy norteamericano que, poniendo muchos millones encima de la mesa, Andalucía se haya llevado los premios fuera de los USA. Pero no hubo muchas concesiones a los anfitriones, no se crean eso de que “el que paga manda”. El conflicto se hacía visible en los momentos previos, cuando contrastaban los acartonados modos de los presentadores de la cadena Univision con el estilo cómplice de Carlos del Amor.

Había quien esperaba un mayor activismo por parte de los artistas, en uno o en otro sentido político: tengan en cuenta que allí estaba la mayoría de las figuras que en 2019 alentaron a una insurrección popular contra el régimen bolivariano, desde la frontera de Colombia con Venezuela, en una iniciativa financiada —no se lo pierdan— por Richard Branson.

Pero el jueves no tocaba revuelta. De hecho, el proverbial astronauta que hubiera vuelto a la Tierra tras unos años en la Estación Espacial Internacional, podría confundir los Latin Grammy de 2023 con un desfile de lencería. Oiga, ningún problema moral, pero convendría habituar paulatinamente al cosmonauta al nuevo paradigma: mucha música se escenifica ahora sin músicos sobre el escenario, reemplazados por disciplinados cuerpos de baile.

Sí que hubo tropas de músicos en la actuación de Rosalía, pensada seguramente para duplicar el impacto de su Me quedo contigo, en los Goya 2019. No se repitió el milagro: Rosalía planeó bajo y no se apoderó de la canción, aunque fue recibida entusiásticamente por la cosa del automatismo. Tampoco ayudó la selección de un tema que parecía concebida como una saeta contra su antiguo novio. El interfecto, Rauw Alejandro, también había planificado su respuesta: un homenaje a Laura Pausini (la POTY, es decir, Persona del Año según la Academia Latina) más una arriesgada coreografía en los pasillos… y el despiste de fundirse con Juanes, uno de los grandes exponentes de la guitarra rockera blandiblú.

Hubo propuestas más dignas e imaginativas, pero tendían a diluirse en un recinto con más artistas y personal de la industria que público normal. Tampoco es que la transmisión televisiva estuviera vertebrada por presentadores ingeniosos o por algún argumento sólido. Hasta nos quedamos sin saber los contenidos de la swag bag, la tradicional montaña de regalos con la que primeras marcas obsequian a los participantes. Sevilla amaneció con resaca.

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