Junto a la sensación de descontrol que actualmente caracteriza a Oriente Próximo, de inmediato se percibe el esfuerzo de todos los actores relevantes en la región por imponer su dictado a expensas de sus vecinos. En realidad, así vienen haciéndolo desde hace décadas, pero ahora, en el contexto de la dinámica belicista agravada tras los ataques de Hamás y la operación de castigo de Israel, se hace aún más evidente esa pulsión dominadora, con Estados Unidos, Israel e Irán a la cabeza.
Washington partía de una posición hegemónica que le permitió en su día establecer un orden regional ajustado a sus intereses, con Israel como aliado principal, hasta que Irán, en 1979, se salió del guion. Desde entonces ningún inquilino de la Casa Blanca ha logrado recolocar las piezas a su gusto y hoy, cuando sus verdaderos desafíos estratégicos se localizan en el Indo-Pacífico, no sabe cómo lograr que los Gobiernos de la región asuman la tarea de garantizar la estabilidad sin crear aún más problemas y cómo evitar que Israel le siga generando tantos dolores de cabeza. Más allá de veladas críticas o de la falta de sintonía entre sus dirigentes, cabe dar por descontado que Joe Biden seguirá respaldando diplomática, económica y militarmente a Israel. Como si no entendiera que así acentúa su deterioro como supuesto líder mundial, se obliga a implicarse militarmente en escenarios como el mar Rojo liderando la operación Guardián de la Prosperidad para contener el empuje de la milicia Huthi, a la que Arabia Saudí no logra neutralizar tras ocho años de guerra, y para disuadir a Irán (y a Hezbolá) de su tentación de abrir nuevos frentes de batalla.
Por su parte, Israel, tanto en su discurso como en sus acciones sobre el terreno, deja claro su deseo de lograr el dominio total de la Palestina histórica, sin esconder su desprecio por el derecho internacional. Así, repartiendo a diestro y siniestro condenas de antisemitismo y alineamiento con los terroristas contra cualquiera que discrepe de su manera de defender sus intereses, Benjamín Netanyahu y los suyos se afanan no solo por quebrar la resistencia palestina, sino también por lograr la cooperación de diversos países para que acepten acoger a las víctimas de la limpieza étnica que está realizando en Gaza. Peor aún, en su desesperado intento por mantenerse en el poder, no hay nadie más interesado que él en prolongar la guerra, aunque eso no sirva a los intereses nacionales, como vía preferente para escapar de la cárcel.
Irán quiere dejar atrás su condición de paria internacional y ser reconocido como un líder regional. También desea resolver sus propios problemas internos, sea con los independentistas baluchíes, con la Organización de los Muyahidines del Pueblo de Irán o con el Daesh (Estado Islámico), responsable de la reciente matanza en Kermán. El balance cosechado le permite al régimen mantenerse a flote, a pesar del castigo recibido, y dotarse de potentes bazas de retorsión ―desde Hezbolá hasta Hamás, pasando por las milicias proiraníes activas en Siria e Irak, y hasta los hutíes yemeníes― con las que disuadir al todavía nebuloso eje Washington-Riad-Tel Aviv. Pero, aun así, hoy no está más cerca de su objetivo último y sabe que, más allá de un discurso tradicionalmente belicista contra Tel Aviv, un choque directo con Israel (dando por hecho que EE UU estaría a su lado) sería su ruina. Y eso mismo cabe decir de Hezbolá, por mucho que aparentemente las palabras de su máximo líder, Hasán Nasralá, parezcan indicar lo contrario (algo que Netanyahu, con el asesinato de Saleh al Aruri, ha vuelto a dejar claro).
En definitiva, todos quieren imperar y avasallar a sus contrarios, pero ninguno dispone de los medios necesarios para lograrlo. De ahí cabe deducir que a ninguno de los citados (salvo al Daesh y otros que apuestan por el “cuanto peor, mejor”) le puede interesar racionalmente provocar una escalada regional, pensando que ahí puede sacar una ganancia definitiva. Y es que, a diferencia de lo que Calderón de la Barca decía por boca de Segismundo, en Oriente Próximo todos sueñan lo que no son, inmersos en una tragedia en la que básicamente se dedican a atizar el fuego, confiando en que el viento sople a su favor.
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