“Si Hitler hubiera ganado la guerra, Von Braun habría llevado a los nazis a la Luna”, señala Stephen Walker, autor de un nuevo libro sobre la carrera espacial | Cultura

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Las chocantes imágenes de nazis en la Luna que muestra el desaforado filme Iron Sky (2012) podrían haber sido verdad de ganar el Tercer Reich la Segunda Guerra Mundial. Stephen Walker, escritor y cineasta del que acaba de publicarse en España un libro espléndido sobre la carrera espacial, Más allá (Capitán Swing, 2023), lo tiene muy claro: habría habido programa espacial nacionalsocialista. Tenían los cohetes (eran entonces los únicos en poseerlos, las famosas V-2) y tenían al genio para desarrollarlos, Wernher von Braun, que fue de hecho el que lo hizo luego para los EE UU. “Von Braun se dedicó a hacer armas milagrosas para Hitler, pero su sueño y su objetivo prioritario era la conquista del espacio, y era muy persuasivo”, señala Walker (Londres, 61 años). “Hubiera puesto la esvástica en la luna, sí”.

Ello habría requerido por supuesto que los alemanes vencieran, pues durante la guerra lo último que necesitaba Hitler (y la economía alemana) era pensar en la luna. El programa espacial nazi hubiera sido diferente a los de EE UU y la URSS (algo más parecido al de esta al ser también una dictadura), pues hubiera faltado el elemento básico que desató la carrera espacial entre las dos potencias, la rivalidad que dio pie a la Guerra Fría.

Finalmente, al acabar la guerra mundial con la derrota nazi, los estadounidenses pillaron a Von Braun y aprovecharon sus conocimientos de cohetería. Los soviéticos atraparon a otros científicos alemanes y la realidad es que ambos programas espaciales, el de los EE UU y el de la URSS, se iniciaron con los cohetes de guerra de Hitler capturados. ¿Gran Bretaña no quiso entrar en esa carrera? “Algo de ambición había, pero los otros dos Aliados se quedaron con los técnicos nazis y sus planos. En todo caso, Gran Bretaña estaba arruinada y era impensable que emergiera un programa espacial. Y a Churchill es difícil que le pareciera algo importante”.

Walker recuerda que Von Braun, pese a la radical limpieza de expediente que le hizo el Gobierno estadounidense y a que fuera bienvenido hasta en Disneylandia (salía en los programas televisivos de Walt Disney para hablar con una gran sonrisa de sus visionarios sueños del espacio, las estaciones orbitales, los viajes a Marte y Júpiter), era “un criminal amoral, un tipo sin escrúpulos que fue miembro de las SS con el rango de Sturmbannführer, comandante, y utilizó trabajo esclavo en condiciones atroces para construir las V-2″. La mala opinión de Walker sobre Von Braun tiene incluso una justificación personal: “A mi madre casi la mata una V-2″. Von Braun, el hombre que llenó de cráteres Londres con sus cohetes, “irónicamente tiene uno en la luna con su nombre”, recuerda.

Von Braun posa con el Saturno V que iba a ser usado en la misión Apolo 11 (Foto: NASA).

En principio, los cohetes heredados por estadounidenses y soviéticos no iban a servir para la conquista del espacio sino para continuar su misión exterminadora, y esta vez portando cabezas nucleares. Pero las dos potencias —la URSS primero— se dieron cuenta de las posibilidades estratégicas y de propaganda que tenía ir al espacio (“el control del espacio exterior comporta el control del mundo”, advertía en 1958 el entonces senador Lyndon B. Johnson). Más allá cuenta de manera magnífica, con muchísima emoción y una documentación que incluye fuentes primarias directas (Walker ha entrevistado a supervivientes de la aventura espacial y a sus familiares) esa rivalidad que condujo a la humanidad a traspasar sus fronteras.

Yuri Gagarin, el primer hombre en el espacio, bajito, de 1,65 metros (para que cupiera en la cápsula, su pequeña esfera Vostok), centra muchas páginas del libro, entre ellas algunas de las más resplandecientes (la descripción de su vuelo, sensacional, te hace sentir como si estuvieras allí), pero, puntualiza Walker, “nunca pensé en el libro como una biografía de Gagarin, sino como un retrato de un momento en el tiempo”. La suya, dice, “no es sólo la historia de un hombre intrépido que fue al espacio y abrió nuestro camino hacia las estrellas afrontando terribles incertidumbres, sino de la gente extraordinaria que lo rodeaba —entre ellos muy especialmente el Jefe Serguéi Koroliov (o Korolev), el secreto genio soviético padre del programa de la URSS—, y la de toda una época en la que la aventura espacial fue un verdadero campo de batalla”.

Walker, que ha visitado los lugares (y observado despegues modernos) y enriquece su relato con un extraordinario hálito literario, se centra en los seis meses que culminan con el lanzamiento de Gagarin en la Vostok el 12 de abril de 1961 y en ellos condensa el fenómeno entero de la carrera espacial. En el núcleo de esta, y en el del abrumador éxito soviético desde que pusieron en órbita el Sputnik, la famosa “Luna roja” en 1957 (lo que causó una oleada de pánico en EE UU) hasta que los EE UU lograron pasar por fin delante con la llegada a la luna del Apolo 11 en 1969, el escritor descubre una paradoja. Pese a tener una tecnología peor, la URSS consiguió todos los primeros grandes éxitos. Pero es que lo logró precisamente, dice, porque era inferior: sus bombas atómicas eran más primitivas y pesaban mucho así que desarrollaron cohetes enormes y potentísimos para llevarlas, los espectaculares R-7. “Iban atrasados y por eso adelantaron a los estadounidenses”, señala Walker; esos grandes cohetes, básicamente misiles, permitieron (adaptándolos y cambiando las ojivas termonucleares de la punta por cápsulas) conquistar el espacio.

Además, la dictadura comunista no tenía que rendir cuentas de sus errores ni ejercer la transparencia a que estaba obligada la democracia estadounidense. Los responsables del programa espacial de EE UU tenían que ir con más cuidado y estar más seguros al mandar a alguien allá arriba: no podían permitirse (ni ellos ni el Gobierno) que un astronauta de su país se convirtiera en cenizas al explotar su cohete ante las cámaras de televisión y una audiencia de millones de personas. El secretismo soviético permitía que los fallos pasaran desapercibidos y sólo se conocieran los triunfos. “Es increíble los riesgos que corrieron los soviéticos, con una tecnología que hoy nos sorprende por precaria. Pero lo lograron, fue su momentazo”.

El astronauta Alan B. Shepard Jr. durante la primera misión MR-3 de vuelo suborbital tripulado. La nave espacial
El astronauta Alan B. Shepard Jr. durante la primera misión MR-3 de vuelo suborbital tripulado. La nave espacial ‘Freedom 7’, que transportaba al primer estadounidense, el astronauta Shepard, impulsada por el vehículo de lanzamiento Mercury-Redstone, se lanzó el 5 de mayo de 1961.NASA

Otra paradoja que subraya Walker es que si los estadounidenses hubieran ido por delante en la carrera espacial probablemente no se hubiera llegado a la Luna en 1969. Fue la vergüenza torera de Kennedy (y de todo el país), por así decirlo, ante los éxitos continuados del rival la que llevó a que EE UU se conjurara a hacer algo grande (y muy caro) antes que los soviéticos.

El escritor señala lo maravillosas que fueron las realizaciones de la carrera espacial. Hacía sólo 60 años que los hermanos Wright habían levantado el vuelo en Kitty Hawk, en 1903, y la humanidad ya estaba saliendo de la Tierra. “Yo vi la llegada a la Luna con mi abuelo, que había sido piloto en la Primera Guerra Mundial, así de rápido fuimos al espacio”. Walker recuerda sin embargo que luego se ha producido un frenazo. “De niño estaba seguro que llevaría a mis hijos de vacaciones a la Luna, y eso no ha llegado”. Una causa es que se perdió el empuje motivado por la rivalidad de las dos superpotencias.

Walker es más sensible a la mística del cosmonauta (soviético) —se centra en los reclutados para el primer vuelo, los Seis de Vanguardia— que la del astronauta (estadounidense) —los equivalentes Siete del Mercury, Glenn, Shepard, Grissom, Schirra…, los “escogidos para la gloria” de Tom Wolfe, todos pilotos de pruebas militares—. Ya la palabra le parece más evocadora en el primer caso, así como el traje naranja frente al plateado o blanco. Los soviéticos, dice, eran (y son, ha entrevistado a muchos) más poéticos y filosóficos al hablar del espacio y de la belleza de sus observaciones allá arriba que los estadounidenses, “más tecnócratas y aburridos”. Las diferencias, opina, muestran lo profundo del cisma cultural entre unos y otros. En ninguno de los dos programas había todavía mujeres. Hubo que esperar a 1963, con Valentina Tereskova en la Vostok 6. La primera astronauta estadounidense, Sally Ride, voló en el transbordador espacial en 1983.

Un cohete soviético preparado preparado para el despegue en 1961.
Un cohete soviético preparado preparado para el despegue en 1961. Sovfoto (Universal Images Group/Getty)

El escritor se emociona al hablar de Gagarin (la misma emoción que brota constantemente en el libro). “La suya es la historia de un hombre haciendo lo increíble, dar el primer paso en el cosmos. Cuando entra en órbita y mira por la ventana de la pequeña esfera en la que viaja y ve algo que jamás antes ha visto nadie, la Tierra en toda su belleza, y las estrellas como luces ultraterrenas, todo eso es mágico. He intentado llevar al lector hasta ahí”.

Con todo, Walker considera que Gagarin era menos interesante personalmente que Titov, el cosmonauta segundón, “el Aldrin soviético”, vital y rebelde, que amaba a Pushkin y podía recitar pasajes enteros de memoria. Gagarin “era como una esfinge, tenía esa sonrisa que cautivaba a todo el mundo pero podía ser quien quisieran que fuera y eso, sin olvidar sus increíbles valor y aguante, le dio la primacía para las autoridades soviéticas, que querían a alguien que fuera moldeable. Era un camaleón, muy difícil de definir”. Walker cuenta el trauma detrás de Gagarin: vivió la invasión nazi y con siete años vio cómo un soldado colgaba de un árbol a su hermano, al que consiguió salvar con ayuda de su madre, aunque con secuelas de por vida (acabó suicidándose por ahorcamiento). También apunta que curiosamente el primer comunista en ascender a los cielos era hijo de un humilde carpintero…

El escritor recuerda lo que era ser entonces un cosmonauta de la URSS, a lo que Gagarin llegó desde la aviación de combate: “Estar sobre un misil sustituyendo a una bomba nuclear y con el 50 % de posibilidades de que todo explotara. Hacía falta mucho valor”. Destaca que “se corrieron riesgos tremendos sobre los que se mintió durante décadas”.

Fidel Castro y Yuri Gagarin intercambian gorras durante el viaje del cosmonauta a Cuba, en 1961.
Fidel Castro y Yuri Gagarin intercambian gorras durante el viaje del cosmonauta a Cuba, en 1961.Cortesía del State de Alberto Korda.

Tras su extraordinario vuelo, en el que estuvo a punto de morir (la Vostok se puso a girar fuera de control), aunque eso no se reveló entonces, Gagarin, “el hombre del destino”, no regresó en su nave aterrizando o amerizando como hicieron luego los astronautas estadounidenses, sino que fue eyectado y llegó en paracaídas. Llevaba un revólver y un cuchillo de caza. Si iba a parar a territorio enemigo y caía preso sólo debía dar la dirección “Moscú, Cosmos”. No había multitudes esperándolo en el campo de labranza donde cayó, sino que se encontró a dos campesinas asustadas y una vaca. “Vengo del cielo”, les dijo. “¿Dónde hay un teléfono?”. Afortunadamente en la escafandra le habían pintado en el último momento las letras CCCP (URSS).

Apunta Walker que Gagarin, que partió al grito de “¡Poyekhali!”, ¡allá vamos!, era perfecto para ser el primer hombre en el espacio, pero que aquello le costaría caro. “Y esa es la paradoja de Gagarin: ser el hombre más famoso del mundo le destruyó”. A la vuelta, tras las celebraciones y homenajes, empezaron a salir mal muchas cosas, “comenzó a beber mucho, tuvo aquel incidente notable en el que se precipitó desde una terraza tratando de que no lo descubrieran con una amante y le quedó una cicatriz perpetua como testimonio de su infidelidad”. Descarriló. Quería volver al espacio; en su lugar enviaron a Komarov, que murió abrasado, y entonces él se revolvió furioso contra las autoridades. “Vamos demasiado rápido, hay que parar”, decía. La caída de Jruschov, que lo apoyaba y estimaba mucho, fue otra desgracia para él. Y entonces llegó el accidente de avión (un Mig-15) en el que se mató en 1968, con 34 años. “Nadie sabe a ciencia cierta lo que pasó. Como en los casos de Lady Di o Kennedy es fácil armar teorías conspiratorias. Su padre estaba convencido de que lo habían matado desde dentro del Estado. Es un tema con mucha controversia”.

Una foto de Gagarin y su medalla de Héroede la Unión Soviética en una exposición en Moscú para conmemorar los 50 años de su vuelo al espacio.
Una foto de Gagarin y su medalla de Héroede la Unión Soviética en una exposición en Moscú para conmemorar los 50 años de su vuelo al espacio. Alexander Zemlianichenko (AP)

El mito Gagarin, aunque en el resto del mundo ha perdido comba en favor de Armstrong, no ha parado de crecer en Rusia, donde se le venera casi como un santo, y Putin, señala Walker, se lo ha apropiado. De hecho, hay muchas semejanzas entre el orgullo nacional ruso de hoy (que apoya la invasión de Ucrania) y el que desató la hazaña de Gagarin. Entonces la gente se decía ‘al final de la Segunda Guerra Mundial nuestro país estaba devastado, con millones de muertos, y 16 años después conseguimos ser los primeros en el espacio, por delante de los EE UU”.

“Había visto la noche y luego un nuevo día avanzando hacia él a toda velocidad en su pequeña nave”

Walker cierra su libro con unas palabras sobre Gagarin que sintetizan toda la grandiosidad y belleza de su empresa y que siguen resonando en la cabeza cuando miras al cielo. “Había dado la vuelta a la Tierra y había visto las estrellas. Había visto la noche y luego un nuevo día avanzando hacia él a toda velocidad en su pequeña nave. Había visto la belleza imposible de la atmósfera que permite la existencia de la vida. Y también había visto su extrema delgadez. Lo había visto todo. Y había regresado”.

La terrible historia de los animales en el espacio

Un aspecto muy interesante de Más allá es que cuenta con espeluznante detalle, y mucha sensibilidad, las barbaridades que se hicieron, en los dos bandos, con los animales durante la carrera espacial. La URSS llegó a enviar 41 perros, entre ellos Laika (la primera en ir al espacio, y en morir allí), en vuelos en los que usualmente no había posibilidad de rescate y en los que sufrieron lo indecible. Una perrita consiguió escapar cuando la llevaban a su cohete, y los soviéticos la reemplazaron por el primer perro que encontraron por la calle, un desgraciado cachorro. En el lado estadounidense está la terrible historia del chimpancé Ham.

‘Ham’, un chimpancé de tres años edad, es preparado para el vuelo de prueba suborbital MR-2. El lanzamiento del Mercury-Redstone desde Cabo Cañaveral, llevado a cabo el 31 de enero de 1961, concluyó con éxito. La NASA usó chimpancés y otros primates para probar la Mercury Capsule antes de lanzar al primer astronauta estadounidense Alan Shepard, en mayo de 1961.NASA

“Esos animales, sobre todos perros de la URSS y simios de los EE UU, fueron en realidad los primeros seres de la Tierra en ir al espacio”, recuerda Walker. “Su historia es fascinante pero terrorífica. Conocí y entrevisté a Adilya Kotovskaya, la máxima responsable soviética del programa con perros (y que también hizo pruebas a Gagarin), y se me abrió un nuevo mundo. Esas criaturas fueron los héroes silenciados de la carrera espacial. Por supuesto no eran voluntarios y su incapacidad para entender todo lo que les sucedía y la falta de piedad, la crueldad y dureza con que se les trató es una de las páginas más tristes y lamentables de la conquista del espacio. La del “chimponauta” Ham, secuestrado en la selva del Camerún, es una historia especialmente importante porque las penalidades que sufrió (incluidas descargas eléctricas) provocaron cambios en el proyecto espacial de EE UU que afectaron hasta al programa Apolo”. Ante las fotos de Ham atado en su cápsula, Jane Goodall dijo que nunca había visto un terror más extremo reflejado en la cara de un chimpancé. Al menos no se envió gatos al espacio. “Me temo que sí, lo siento”, corrige Walker. “Los franceses los usaron. Enviaron a varios y luego sacrificaron a los demás escogidos”.

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