El capitán ya no da órdenes. No quiere dejarse ver demasiado. Tampoco hablar en público. Quizá anda un poco mustio porque él, antes, no era capitán. Era subcomandante. El subcomandante Marcos —el sup’, para los amigos—. Luego se cambió el apodo de guerra, se puso Galeano, pero seguía siendo subcomandante. Ahora ya no, se ha degradado, o le han degradado. Por lo menos ha podido recuperar su nombre. El caso es que el guerrillero más famoso de la historia —con el permiso del Che— ya no es la cara visible del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). O al menos eso intenta, porque por mucho que insista en que él ya no manda, a la gente le da un poco igual. El tipo del pasamontañas y la pipa humeante sigue acaparando todas las miradas. Es la última estrella del rock viva de la izquierda. Que a estas alturas —la muerte de las ideologías, el capitalismo salvaje y todo eso— quizá no es mucho decir.
El capitán insurgente Marcos —así se llama ahora con nombre y apellidos— ha vuelto a dejarse ver, después de mucho tiempo sin hacerlo, en el 30º aniversario del alzamiento del 1 de enero de 1994, en el “Caracol Resistencia y Rebeldía: Un Nuevo Horizonte”, en el poblado de Dolores Hidalgo. En el vértigo verde y nebuloso de las montañas de Chiapas, para más señas, un paisaje que bien vale una revolución.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. En aquella época, Marcos era el rostro —el pasamontañas— del EZLN, el portavoz, el símbolo indiscutible de la insurgencia indígena que declaró la guerra al Gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Pero los años han ido pasando y el viejo subcomandante se ha cansado de las entrevistas y los focos. Desde 2013, el principal mando del movimiento es el subcomandante Moisés, que fue quien se encargó de dar el discurso la noche del 31 de diciembre.
Con su renovada aversión por las primeras planas, uno se imagina a un Marcos ermitaño en una cabaña de la selva Lacandona escribiendo sus emblemáticos comunicados a ritmo de Keny Arkana, León Gieco, Panteón Rococo, Los Ángeles Azules o Joe Cocker —artistas recientemente incluidos en sus publicaciones en Enlace Zapatista—. Incluso ha dado instrucciones de cómo se deben bailar: “¡Pista raza! Un pasito pa delante, uno pa tras. Cadera. Giro. Ahora de lado. Giro. Repite. ¡Vooooy! El óxido, oiga, el óxido. ¿Una polka? ¿O un corrido tumbado? Digo, para apoyar a los antropólogos. ¡¿Ontán mi sombrero y mis botas vaqueras?! ¿No les digo? Haiga cosa”.
Ahí sí, con papel y lápiz, no ha dejado de pronunciarse sobre el estado de Chiapas, México y el mundo, con su habitual prosa paródica y malencarada, inteligente y mordaz. En sus últimos textos, ha escrito de cosas como la rabia —“¿y si alguna vez, en el inconcluso libro de la historia, alguien mira una luz, cualquiera, que, sin aspavientos ni consignas, señale ‘esta luz la parió la rabia’?”—, la memoria —“y, queridos amigos y enemigos, pocas cosas son tan subversivas como la memoria”— o las madres buscadoras —“su necia dignidad enseña y muestra el camino”—.
En la última fila
Pero de vuelta a la noche del 31 de diciembre, en su discurso, Moisés habló de la importancia de los hechos frente a las palabras, de no humanizar al capitalismo y organizarse contra él, de practicar una vida en común. También recordó, por si a alguien se le había olvidado, que la guerrilla está dispuesta a hacer la guerra, a pesar de que hasta ahora ha apostado por la vía pacífica, las escuelas y los hospitales antes que los campos de tiro: “No necesitamos matar a los soldados y a los malos gobiernos, pero si vienen, nos vamos a defender”.
Mientras tanto, Marcos no dejaba de chupar su incombustible pipa —nunca para de fumar, debe hacerlo hasta en la ducha— sentado con la espalda contra la pared detrás de Moisés, en la cuarta fila de una hilera de sillas con el resto de la comandancia del EZLN. Se puso en la última fila y en el medio, de manera que los objetivos de las cámaras tuvieran que afilar la mirada para dar con él entre un mar de cabezas encapuchadas.
Un rato antes, había llegado sin hacer mucho ruido por la puerta de atrás. Lo delató una columna de milicianas formadas en la oscuridad que habrían de rodearlo para evitar acercamientos indeseados. También las volutas de humo que iba escupiendo tras saborearlas con fruición. Se lo veía algo desfondado, lejos de la figura atlética que dio la vuelta al mundo durante aquellos 12 días de guerra en 1994. Los años no pasan en balde para nadie y Marcos ya está bien entrado en la sesentena.
Un periodista se acercó para fotografiarlo. El haz rojo de la cámara iluminó un instante el pasamontañas; él, automáticamente, se llevó la mano a la cara como si espantara una mosca y pidió que no le sacaran fotos en un aspaviento que parecía enfadado —es difícil saberlo a ciencia cierta: de nuevo, el pasamontañas—.
En el escenario, el capitán contempló el desfile-baile a ritmo de cumbias y ska que hicieron las milicianas y los milicianos, maniobras militares en la oscuridad, y escuchó las palabras de Moisés. Cuando el subcomandante acabó su discurso, explotaron fuegos artificiales, mitad para celebrar, mitad como señuelo mientras Marcos volvía a desaparecer entre la noche, flanqueado por las milicianas hasta el interior de una cabaña de madera.
Al día siguiente, volvió a dejarse ver por la tarde, en otro pase del desfile de los guerrilleros. En otro momento, un colectivo de mujeres otomíes, vestidas con sus mejores galas, le regalaron unas muñecas artesanales con la estrella roja y las siglas del EZLN. Lo abrazaron una a una. Ahí sí, el capitán sonrió. Y poco más.
Marcos y el romanticismo idealista
El intento de Marcos de alejarse de los focos viene de tiempo atrás, cuando todavía era subcomandante. Desde los primeros días del alzamiento, las cámaras mostraron predilección por él frente al resto de sus compañeros, lo que no deja de ser paradigmático, ya que él era de los pocos milicianos no indígenas en una guerrilla de tzotziles, tzeltales, choles, tojolabales, mames y zoques. Tenía carisma —aunque no le gustaba el adjetivo—y su propia manera de moldear palabras.
Sus escritos rebosaban recursos literarios, referencias tanto de intelectuales de alto calibre como de la cultura pop, frases memorables y un corrosivo humor autoparódico, algo poco común en la habitual solemnidad revolucionaria. “Lo que pasa es que la imagen de Marcos responde a unas expectativas románticas, idealistas. O sea, es el hombre blanco, en el medio indígena, más cercano a lo que el inconsciente colectivo tiene como referencia: Robin Hood, Juan Charrasqueado, etcétera”, le dijo una vez al también mítico periodista Julio Scherer García. “Créeme que somos mucho más mediocres de lo que la gente piensa”, añadió.
En aquella entrevista, en 2001, Scherer le preguntó a Marcos por sus fallos. Él respondió: “El error fundamental de Marcos es no haber cuidado —y yo lo perdono porque soy yo, y si no lo perdono yo, pues quién lo perdona, ¿no?—, no haber previsto esta personalización y protagonismo que muchas veces, si no es que la mayoría de ellas, impide ver qué es lo que está detrás”. La conversación se produjo en el ámbito de “La marcha del color de la tierra”, cuando el entonces subcomandante entró vitoreado en un abarrotado Zócalo a bordo del remolque de un camión para exigir al presidente Vicente Fox que cumpliera los Acuerdos de San Andrés (1996) y aprobara en el Congreso la autonomía de los pueblos indígenas.
En 2006, durante “La otra campaña”, una travesía en la que los zapatistas recorrieron el país para tratar de formar un frente de izquierdas al margen del que se presentaba a las elecciones presidenciales de aquel año, intentó por primera vez dejar atrás el personaje de Marcos. Se autonombró Delegado Zero, pero el nuevo apodo no cuajó y la prensa siguió con la matraca de subcomandante Marcos, para su disgusto. En 2014 se renombró subcomandante Galeano, en honor a un profesor zapatista asesinado. El nuevo apodo de guerra ha perdurado hasta el pasado octubre, cuando anunció la muerte metafórica de Galeano y recuperó a Marcos, con la consabida degradación a capitán.
En realidad, Marcos ni siquiera se llamó Marcos al nacer —aunque él dice que renació el 1 de enero de 1994—. A finales de ese año, el recién investido presidente Ernesto Zedillo desnudó al entonces subcomandante de su pasamontañas frente a todo el país en un intento por deslegitimar su figura ante el masivo apoyo popular que el EZLN estaba recibiendo. Por ese entonces, el Gobierno negociaba con los guerrilleros, y minar el personaje de Marcos ayudaría a desequilibrar la balanza a su favor. No funcionó muy bien. Según Zedillo, la identidad oculta tras la capucha era la de Rafael Sebastián Guillén Vicente, nacido en Tamaulipas en 1957, hermano de una política del PRI. Fue estudiante —y más tarde profesor— de filosofía en la UNAM, donde ganó premios por su desempeño académico.
En 2001 confesó a la periodista Concha García Campoy en su programa de la radio española Onda Cero que pasó un tiempo en España, donde trabajó en una tasca y en El Corte Inglés: “Me echaron de El Corte Inglés porque vendía más barato de lo que ponían las etiquetas, y de la tasca, porque me empeñé en bailar flamenco”. Semejante experiencia extrema lo llevó finalmente a volver a México, dejar los libros de ética y metafísica y echarse a los montes chiapanecos, de los que ya no ha vuelto a bajar.
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