Hay tanta osadía en La mesías que cuesta delimitar su despliegue de talento. Esta serie de siete capítulos, algunos de más de una hora de duración (Movistar Plus+ estrena hoy miércoles los dos primeros, seguidos de uno nuevo cada jueves), supone un paso al frente en la carrera de Javier Ambrossi y Javier Calvo, conocidos como Los Javis. Incluso los más escépticos con su celebrada trayectoria (de La llamada a Paquita Salas o Veneno) se encontrarán con una obra compleja y madura, un acercamiento insólito a los traumas de la fe católica en su forma más mesiánica y malsana.
Los Javis se lanzan sin red a una ficción televisiva en la que caben los avistamientos, marianos y alienígenas, de la montaña de Montserrat; el Opus Dei y las sectas; los abusos a menores y la maternidad entendida como principio y fin de todo. Así, entre lo paranormal y lo terrenal, La mesías se abre a un drama familiar desolador, tristísimo, pasado por el desparpajo e imaginación de dos creadores con una intuición asombrosa para mezclar referencias, símbolos y figuras de la cultura popular, de los años ochenta a las generaciones milenial y centenial. La suya resulta una mirada capaz de aunar la cultura rave con las plegarias de misa; la telerrealidad y el Palmar de Troya con clásicos del cine como Sonrisas y lágrimas, Cantando bajo la lluvia o El exorcista; o pasear a la vez por un territorio de cuento de brujas y hadas silvestres y un costumbrismo ufológico de películas tan fuera de lo común como Espíritu sagrado, de Chema García Ibarra. El olfato creativo de Los Javis es capaz de unir en el mismo elenco a un fenómeno televisivo como Amaia Romero con otro contracultural como Albert Pla sin caer en la caricatura o la insustancialidad del cameo. Es más, a partir de ahora costará no ver al ácrata cantautor catalán como un numerario de misal en mano.
Pero más allá de toda la pirotecnia, incluida la mediática, La mesías alcanza otra dimensión gracias a lo que ocurre en la médula de su historia. La serie habla del trauma familiar de dos hermanos a lo largo de su infancia, adolescencia y madurez. Plantea un viaje en tres espacios temporales que arranca con la figura central de la serie, Enric, interpretado en su edad adulta por un actor a priori alejado de la órbita de Los Javis, Roger Casamajor, que literalmente se adueña con su desolada mirada de la tragedia que cruza todo el relato. Sus ojos, como los de su hermana en la ficción, Irene (una Macarena García entregada a uno de sus mejores trabajos), lo expresan todo: soledad, culpa y autodestrucción. La honda interpretación de Casamajor es de esas que dejan huella y el vínculo entre él y García, todos sus encuentros, representan el corazón roto de una trama cuyos mil pedazos no acaban de reconstruirse hasta el último capítulo, quizá el más problemático por su catarsis final, una apoteosis espiritual abierta a la discusión.
La mesías encierra decisiones de tono y reparto brillantes gracias a su hábil combinación de actores profesionales y naturales, incluidas todas las intérpretes infantiles y adolescentes. Pero el trabajo de Casamajor va un paso más allá con momentos tan sobrecogedores como la borrachera en el bar del primer capítulo o el regreso del hijo pródigo del capítulo 6, seguramente el mejor de toda la serie por la fuerza escénica de la inmensa Carmen Machi.
García y Casamajor son los huérfanos de esta historia, las víctimas del amor-odio a una madre tan irresponsable, cruel y ególatra como todopoderosa. Una madre-monstruo cuya metamorfosis se despliega a lo largo de esos tres tiempos de la mano de tres actrices que suman, Ana Rujas, Lola Dueñas y Machi. Cada una de ellas añade al personaje nuevas capas de horror y delirio religioso. Es una mujer de rompe y rasga cuya ternura de madre-niña (Rujas) a lo The Florida Project queda diluida por su vena más tiránica y caprichosa.
Desquiciada, ya en la piel de Dueñas, encuentra el pegamento para su feroz matriarcado en el fanatismo religioso más excéntrico y primario, entendido además como cárcel física y espiritual para su prole, un hijo y siete hijas. Y finalmente se transforma en una madre-loba (Machi) capaz de sostener la tragicómica aventura de convertir a sus hijas en el grupo viral electro pop Stella Maris. Esta banda surrealista está en la génesis del proyecto, al parecer inspirada en el grupo de pop católico Flos Mariae, siete hermanas vestidas como muñecas que detrás de su segundo de fama en 2014 (15 millones de visualizaciones en YouTube) escondían un espantoso historial de incomunicación y abusos.
Todo este disparatado cóctel que parece una versión freak de Las vírgenes suicidas está narrado entre texturas visuales que conectan el cine con la televisión y la televisión con la era YouTube, amalgama que funciona por una estructura sólida y cuidada en la que el thriller y el terror bailan a ritmo de musical y de un arrebatador drama de amor fraternal. Porque el gran secreto de esta inclasificable serie, difícil y arriesgada, es que bajo todos sus relucientes envoltorios genéricos y referenciales late una historia de amor y perdón emocionante e inesperada. Los Javis pueden pasearse con una naturalidad pasmosa entre el canto al LSD del White Rabbit de Jefferson Airplane y el melancólico folclor español del Nada de nada de Cecilia, pero si todo eso trasciende es porque está al servicio de una historia eterna y humana: la desesperada búsqueda de vida y consuelo de dos niños rotos por el abandono y el fanatismo.
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