En la nueva temporada de American Horror Story, la longeva y siempre experimental y narrativamente brillante y retorcida serie antológica de terror que Ryan Murphy y Brad Falchuk cocrearon en 2011, ocurren dos cosas que no habían ocurrido nunca. La primera es que Murphy y Falchuk ceden las riendas, en tanto responsables creativos, a Halley Feiffer, premiada dramaturga y actriz de culto (sobre todo ha trabajado en Broadway pero aparece también en varias películas de Noah Baumbach, y en series de autor como Bored to Death y Flight of the Conchords). La segunda es que, por primera vez, la historia que se cuenta está basada en una novela. Y es una que da una vuelta de tuerca al clásico de Ira Levin que Roman Polanski llevó al cine en 1969: La semilla del diablo.
Escrita por Danielle Valentine, la novela lleva por título Delicate Condition y no, la protagonista no es alguien a la sombra de su exitoso marido actor —como ocurría en tan maldita ficción de Levin a la que inevitablemente se relacionó con el brutal asesinato de una embarazadísima Sharon Tate, la entonces mujer de Polanski, por parte de la Familia Manson—, sino alguien que está a punto de ganar un Oscar. Una actriz, Anna Victoria Alcott (una Emma Roberts con el justo toque de ingenuidad, deseo y ambición), a la que el despegue de su carrera le coincide con el durísimo tratamiento de fertilidad al que se está sometiendo para tener un hijo con su también exitoso marido, el artista Dex Harding (nada menos que el chico Gilmore Matt Czuchry).
Desde sus inicios, en 2011, en tanto franquicia decidida a inventariar el horror made in America, la serie de Murphy y Falchuk —la segunda que cocreaban después de esa rara avis que se tuvo como su primer hit y que ya exploraba los límites de lo mainstream y lo bizarro: Nip/Tuck— ha innovado en tal cantidad de elementos que prácticamente ha creado un género dentro del género pionero en la diversidad —no únicamente racial, y neurodiversa, y por supuesto, queer, sino de edad: fueron los primeros en devolver el protagonismo a mujeres mayores de 60 años, empezando por Jessica Lange, en papeles insospechados, únicos hasta la fecha— y en el uso de una estética poderosamente plástica que sublima hasta el último de los tópicos aquí reinventados.
Por supuesto, el que la continuidad de la antología la dieran, desde el principio, unos actores que siempre eran los mismos (Sarah Paulson, Evan Peters, Lily Rabe, Frances Conroy, la propia Lange entre otros) y que se fueran cruzando en una serie de variaciones de lo más jugosas también marcó un antes y un después en el papel principal que se otorgaba, por una vez, a los ellos, y en consecuencia, a los personajes, verdaderos motores de cada una de las temporadas. A lo que debe sumarse la reelaboración de esos personajes: fantasmas, brujas, asesinos en serie, freaks, supervivientes al fin del mundo, todo lo imaginable se había llenado de matices, sin olvidar a las víctimas, que nunca más lo serían exactamente.
La forma en que Feiffer recoge tan ilustre y escurridizo guante como anfitriona invitada en esta temporada es, en ese sentido, impecable. Respeta incluso el estilo de planos —el minimalismo que no teme darle la vuelta al mundo y filmar, por momentos, del revés—, pero también, por supuesto, la rareza imbatible de los personajes —también, estéticamente: aquí el par de mujeres de negro con plumas que hacen algo más que perseguir a la protagonista se llevan la palma—, hasta el punto de que la sensación, si no se sabe que se ha producido un cambio al frente de la serie, ni siquiera se advierte. A menos que se hile fino: no hay apenas noche, y sí mucha luz, en la apuesta de Feiffer, que cuenta en la dirección, en más de un capítulo, con la opresiva Jennifer Lynch.
La historia es, se diría, más simple: sólo hay una mujer en el centro, deseando algo que no puede tener y siendo controlada y utilizada por quienes la rodean. Feiffer utiliza el cuerpo como detonante de la pesadilla —y sí, hay algo del cine de Julia Docournau (Titane) en la forma en que lo hace, con guiños nada velados: presten atención a la escena del pelo infinito—, y hace, por primera vez, del clásico de Murphy y Falchuk, algo dolorosamente íntimo. La pérdida de control inevitable ante una realidad que se vuelve inestable porque nadie más que tú estás viendo —el horror ante la paranoia inducida— hace el resto, en un mundo en el que se presiona y explota a aquellos que se han vuelto piezas de un sistema que nada sería sin ellas.
Fábula macabra
La crítica a Hollywood y a su desalmado canibalismo —a su necesidad de devorar estrellas para autopropulsarse, para alimentar así la fábrica de sueños— adquiere tintes de fábula macabra. Kim Kardashian, en el papel de agente y a la vez mejor amiga del personaje interpretado por Roberts, es el lobo con piel de cordero —o la bruja o madrastra de un nada clásico cuento de hadas— que atrae a la trampa a la protagonista que debe elegir entre el Oscar o la vida. Sí, Alcott (Roberts) está nominada a un Oscar y debe dar comienzo ya a la carrera promocional que puede asegurárselo. Pero eso implica olvidar todo lo demás. Incluida una maternidad que, de repente, podría volverse posible, en medio de lagunas de memoria y muñecas atravesadas por clavos.
Hay una cierta domesticación de la fórmula Murphy/Falchuk en la propuesta de Feiffer que, sin embargo, resulta formalmente efectiva, tratándose como se trata, de una temporada en la que el control es el poderoso villano. Un control que, sabiamente, se extiende de la pesadilla de Roberts al mundo contemporáneo en el momento en que la famosísima actriz se comunica con él —o todas ellas, porque son ellas quienes la miran, y quienes la teledirigen— a través de la agenda —hackeada— de su propio teléfono móvil. No, no son las redes sociales quienes nos manejan porque no son más que espejismos. Somos nosotros mismos, y nuestra aceptada condición de esclavos de un sistema de sistemas —casi individualizados—, quienes lo hacemos.
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