Hacía años que el nombre de Ana Zamora (Segovia, 49 años) aparecía siempre en las quinielas de los candidatos al Premio Nacional de Teatro. Todo el mundo en la profesión sabía que en algún momento le iba a caer. Ella misma lo sabía. “Pero no llegaba, no llegaba”, dice entre risas. Por fin, el pasado septiembre sucedió lo que era indiscutible. Ningún director de escena había logrado conectar tan milagrosamente el remoto teatro medieval y renacentista español con la sensibilidad contemporánea, siempre apoyada en su perseverante compañía Nao d’Amores, hasta el punto de que un repertorio desdeñado hace dos décadas y ensombrecido por el relumbrón del Siglo de Oro no sea considerado ya una marcianada. Gil Vicente, Juan del Encina, Bartolomé Torres Naharro, Lucas Fernández, Jerónimo Bermúdez. A eso se le llama crear escuela y pocos artistas pueden presumir de ello.
Y de pronto, una vuelta de tuerca. Una obra de Calderón inspirada en una novela de caballerías de Diego Ortúñez de Calahorra. Es decir, el mundo medieval visto desde el Siglo de Oro. En eso está inmersa ahora Ana Zamora, a punto de estrenar este jueves El castillo de Lindabridis en el Teatro de la Comedia de Madrid, en una coproducción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Nao d’Amores. Sentada en un palco mientras vigila la instalación de la escenografía, la directora resume la obra: “En el lejano reino de Tartaria, una princesa necesita un marido para acceder al trono tras la muerte de su padre y sale a buscarlo en un castillo volador. Muy loco, ¿no?”.
Pero quizá no suene tan loco si se tiene en cuenta el auge actual de las sagas fantásticas o el éxito series como Juego de tronos, con dragones amaestrados y un sinfín de batallas. Ana Zamora ríe: “¡Quién sabe cómo lo recibirá el público! En todo caso, resulta muy interesante cómo Calderón inserta el mundo medieval en la comedia cortesana. Y cómo le introduce su propia perspectiva. En el Renacimiento, todavía esa Lindabridis es una princesa encerrada en una torre de cristal, pero él la convierte en una princesa activa”.
¿Podemos interpretar eso desde la perspectiva del feminismo? “No podemos y no debemos. Tenemos que ser serios y dejar de intentar que los clásicos digan lo que queremos que digan. Se trata de hacer lo contrario: ver qué dicen los clásicos que nos pueda interesar. Es cierto que Calderón da un paso, pero no es casual. Engancha con una tradición anterior muy potente relacionada con la épica, con las doncellas guerreras de los romances medievales, con la imagen de la mujer travestida y hasta con el Orlando furioso de Ludovico Ariosto. Mi puesta en escena tiene que ver con eso. No me estoy inventando nada que no esté en Calderón o en Gil Vicente o en cualquiera de los otros autores que he abordado. Hay algo que está en esos textos que conecta con el presente y que se puede poner hoy sobre las tablas con algo más que con la cabeza, un mundo de atmósferas y de emotividad que entra por lo visceral y no solamente por lo cerebral. Por eso también la música es muy importante en mis espectáculos”, responde rotunda la directora.
Ahí está el secreto de Nao d’Amores: no hacer arqueología, sino absorber la tradición para conectarla emocionalmente con el presente. Algo que no es fácil, confiesa la directora: “O tú misma encuentras un punto de conexión, de ilusión y de emoción, o es muy difícil. En mi caso, tiene que ver con mi propia formación y mis referentes teatrales. Soy de Segovia y he tenido muy cerca el mundo de la antropología, las fiestas populares, las romerías, los títeres. En casa, antes de empezar a hablar cantábamos romances. Entonces, claro, saltó en mí un resorte cuando me encontré con un repertorio inexplorado que engancha con esas tradiciones ancestrales que he conocido desde pequeña. Sentí que algo me tocaba y que merecía la pena desarrollar lenguajes para poder contarlo”.
La ventaja de encontrarse con un territorio virgen es que tienes el campo libre. “Me ha dado toda la libertad del mundo. Por supuesto, hay que investigar cómo se hacía aquello, entender los textos en su contexto, pero lo importante es cómo lo hacemos hoy para que tenga una conexión con la contemporaneidad. Para abordar a Gil Vicente, por ejemplo, tienes que arremangarte y arrastrarte por Portugal, saber cómo era la artesanía portuguesa y el arte de la época, cómo sonaban las canciones populares. Cosas que seguramente no tienen nada que ver con cómo se hacía, pero que a mí me permiten conectar y construir un espectáculo”.
Desde su primera producción en 2001, la compañía Nao d’Amores ha ido forjando de esta forma un lenguaje contemporáneo que ha puesto en valor el teatro medieval y renacentista en los escenarios españoles. Pero Ana Zamora matiza: “Durante un tiempo eso ha sido maravilloso porque de repente todo el mundo ha aceptado que ahí había un material disponible y maravilloso, pero ahora creo que nos hemos convertido en una losa porque se piensa que para hacer ese repertorio hay que hacerlo como lo hacemos nosotros”. Bueno, eso es crear escuela, ¿no? “Crear escuela y crear tapón también. No podremos decir que de verdad hemos conseguido ampliar el canon hasta que aparezcan compañías serias que puedan trabajar desde una perspectiva diferente a la nuestra”.
La troupe de Ana Zamora ha aportado también fantasía al teatro clásico. “Es un elemento que muchas veces yo he echado de menos. Estamos acostumbrados a una manera de hacer las comedias de capa y espada muy atada al realismo del siglo XIX, pero a mí eso me acaba aburriendo. Creo que el público necesita que le saquen de los referentes realistas en los escenarios. Y en el teatro clásico parece que falta esa línea. Se tiende a ser purista haciéndolo con miriñaque o a ponerle ropas actuales, pero para lograr una conexión de verdad con el público de hoy no basta con eso. Hay que meterse a fondo”, afirma la directora. Ojo, no hablamos de fantasía Disney. En los espectáculos de Ana Zamora los castillos no vuelan de verdad porque es mucho mejor imaginarlo.
Después de tantos años sumergidos en el mundo medieval, El castillo de Lindabridis ha supuesto un salto mortal para la compañía. “Está siendo una experiencia de inmersión en el barroco bestial. Pero debo confesar que yo sigo estando mucho más cerca del espíritu renacentista. Un “De los álamos vengo, madre, / de ver cómo los menea el aire” me llega más al alma que siete páginas de subordinadas. Además, Calderón se defiende ahí como gato panza arriba, no se deja cortar. Claro, le he tenido que meter un buen peinado y dejarlo en el chasis. Esto es muy divertido y está muy bien, pero hay que traerlo a la sensibilidad contemporánea. No actualizando cosas, no he actualizado una sola palabra, pero sí reduciendo cantidad de material para que el espectador no se agote ni se pierda en un lenguaje tan grandilocuente. Yo me pongo muy nerviosa en las obras de teatro clásico largas porque mi paciencia no llega a eso. Para mí lo ideal son 50 minutos, pero menos de una hora no se puede porque los programadores no te lo compran”.
Después de Calderón, Ana Zamora tiene por delante otro reto importante. Es una de las seis personas nombradas por la Comunidad de Madrid para dirigir de forma colegiada la programación de los Teatros del Canal, junto a Albert Boadella, Lluís Pasqual, José Luis Alonso de Santos, Olga Blanco y Ainhoa Amestoy, una decisión que causó gran sorpresa en el sector por la falta de precedentes y la falta de concreción del proyecto. De momento, ella no puede avanzar nada porque, dice, acordó no sumergirse en el cargo hasta que estrenara El castillo de Lindabridis.
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