Ante David Fincher hay una mesa y un vaso de agua. Lo habitual, la decoración mínima de cualquier entrevista. Pero el talento del director (Denver, 61 años) poco tiene de común. Tanto que, con dos ráfagas de palabras, transforma el anodino cáliz en protagonista de una repentina clase magistral de cine. Cómo podría filmarse, desde dónde, con qué intención alguien lo cogería. Y un largo travelling de disquisiciones técnicas, montado a golpe de frases frenéticas, capaz de convertir en todo un thriller tan insulsa premisa. He aquí la síntesis más breve de la unicidad de su trabajo. La versión larga, en cambio, abraza tres décadas de carrera, películas como Seven, La red social, Perdida, Mank o la serie Mindhunter y el estatus de uno de los cineastas más admirados del planeta. Por su estilo visual, su indagación en los abismos de la mente, su narración envolvente. Un perfeccionista implacable, como El asesino de su último largo —estrenado ahora en una treintena de salas antes de llegar el 10 de noviembre a la plataforma Netflix—. Hasta que, por primera vez, comete un error.
En la trayectoria de Fincher apenas los hay. Salvo, quizás, justo al principio. Tenía 30 años y un sólido prestigio como director de vídeos musicales cuando le ofrecieron debutar en el séptimo arte. Del vértigo de grabar a Madonna o Michael Jackson a otro extraterrestre, más terrorífico aún: Alien 3. No tanto por el xenomorfo, en realidad: le horrorizaron los directivos, la industria, su sed de dinero, sus trabas a la creatividad. A día de hoy, dice que nadie odia esa obra más que él. “Pensaba: ‘No querrán el logo de Twentieth Century Fox sobre una película de mierda’. Y ellos decían: ‘Bueno, mientras se estrene…”, ha contado en alguna ocasión. Y añadió que la experiencia le volvió “un cabrón beligerante”.
Otra clave, por cierto, de su fama: la impecable factura de sus obras está hecha también de repeticiones, insistencia, caza del detalle. Todo por el resultado final. O demasiado, según se vea. “Pinta con la gente, y puede ser duro ser un color”, se quejó Jake Gyllenhaal a The New York Times tras el rodaje de Zodiac. “Es difícil ser David Fincher”, resumió una vez Jodie Foster. Él confesó, en una charla con Sam Mendes, que la frase que más repite en el plató es “cállate la puta boca, por favor”. Y reconoce que se vuelve firme cuando nota que alguien afloja. Lo cree necesario, vistos el proyecto, el tiempo y el dinero en juego. Al espectador, en cambio, nunca le deja relajarse. Fincher va por su camino: hace años, estuvo en conversaciones para dirigir una película de Spiderman, pero lo que propuso debió de ser tan distinto que los jefazos en corbata lo aborrecieron. Exceso o razón. Amor u odio. El estreno de El club de la lucha, antaño, en el festival de Venecia, despertó sobre todo lo segundo. “Querían arrancarnos la piel”, contó tiempo después el creador. Sin embargo, cuando volvió hace dos meses a la Mostra, donde se celebró esta charla, el certamen le acogió como un divo.
Pregunta. ¿Cómo decidió dedicarse al cine?
Respuesta. De pequeño, lo concebía como algo que ocurría en tiempo real. Con siete años, mi película favorita era Dos hombres y un destino. Y, en mi cabeza, habrían tardado unas tres semanas en hacerla. Luego vi un documental y de repente filmaban la primavera en Utah y el invierno en Wyoming. Entre la pantalla, todo lo que ocurre fuera de ella y el tiempo que se necesita, pensé: “Espera, ¿vuelas una balsa tamaño real con trenes, colocas petardos en la pared al lado de unos puñeteros caballos y pasas un rato con Catherine Ross? Es el mejor trabajo del mundo”.
P. Su debut con Alien 3, sin embargo, fue “una pesadilla”, en sus palabras.
R. Bueno, lo que sale de todo ello no es una pesadilla. Y eso es lo que te sigue empujando. Continúa siendo como hacer magia para niños. Hay una satisfacción inmediata que sacas de eso, y por más que el sindicato de directores intente que lo que hacemos suene como arte, al final en realidad somos claramente perros adiestrados que aman hacer la voltereta y que todos aplaudan después.
P. ¿Le gusta estar en el plató?
R. Lo odio. Desde el momento en que te despiertas hasta que colapsas, la arena va cayendo por el reloj y cada instante alguien aparece con un “¿y si?”. Y piensas: “Joder, no tengo tiempo para ello”. Pero tienes que sacar tiempo para los “¿y si?”, para experimentar y estar abierto a la inspiración, y a la vez seguir ejecutando tu maldito plan y un lenguaje en términos de dónde colocas la cámara que los actores no necesitan conocer del todo, y muchas veces te limitas a compartir lo que sí les hace falta saber. Así que se trata de cómo analizas tu tiempo y cómo apoyas a tus recursos cada día, lo que lo vuelve semicastrense; y a la vez lo que estás intentando hacer con todo ello es más parecido a la poesía que a la arquitectura de construcción.
P. ¿Cuánto tiene que pelear por mantener su visión de la película?
R. Claro que tienes que pelear. Es muy técnico incluso solo grabar, antes de darle alguna intención, a alguien que está delante de esta ventana y camina y coge este vaso de agua. Ya solo eso implica una decisión: ¿lo seguimos?, ¿ponemos una vista panorámica y lo vemos en el espejo? Pero entones se vería la cámara, así que tenemos que mover aquel mueble. Y así empiezas a subdividirlo y estas son preguntas que debes hacerte. Hay una idea coloquial recurrente sobre la forma europea de hacer cine y la de Hollywood. En Europa, te centras en dos personas hablando, pueden caminar hacia ti un rato, o girarse o alejarse. Y es perfectamente aceptable. Pero no lo era en los años cuarenta si tenías a Cary Grant y le estabas pagando un puñetero millón de dólares. Quieren ver la cámara delante de ellos, así que vemos su cara, y es un mandato que fue bajando desde arriba y se volvió una forma de encararlo. Pero los europeos dicen: “Ya sabemos quién es el tipo, estaba en el póster y por eso compramos la entrada. No necesitamos verle todo el rato”. Así que siempre está este ballet entre lo que ves y no ves y no mostrar algo importante cuando debe ser así. ¿Cómo repartes la información? Al final, dirigir es muy sencillo: qué ve el público, cuándo, cómo, si refleja o contradice el texto. Y todo esto es solo la mecánica, la poesía aún no está allí. Ahora metes a la actriz, y ella decide infundirle algo, y es genial, parece algo triste. Y dices: “Querría también un escalofrío, o quizás algo de rabia, o podemos intentar hacer alguna más, y ahora una donde no sientes nada, esa persona ha muerto para ti”, y todas son vías legítimas. Y no estás seguro hasta que lo juntas todo.
P. Y así es como se llega a su récord de 107 tomas y su fama….
R. Estoy tan cansado de eso, de tener que explicarlo a pensadores vagos y que están totalmente decididos a convertirlo en una imposición dictatorial. No impongo. Hay gente a la que no le gusta hacer muchas tomas, lo entiendo. Brian Cox, por ejemplo. Puede ser estupendo, pero a veces puede ser mejor en la toma 12 que en la 3. Y quiero rodarlas porque quiero poder elegir.
P. Se habla mucho de arte y poesía. Pero ¿cómo de importante es el dinero en el cine?
R. Lo es todo, porque equivale al tiempo que tendrás. Si a alguien le gusta el guion y te da cinco millones para hacerlo, todo tiene una equivalencia en números. La cualidad y la experiencia de los actores, el director, los guionistas, los operadores. La gente más conocida por su técnica supone una contribución valiosa, pero aumenta su coste. Juntar a los profesionales para una película es como montar un equipo de la NBA. Estás constantemente ajustando la alquimia. Es cómo distribuyes tu atención, tu trabajo y tu ética del trabajo y lo aplicas a la obra. Creo que el mayor perjuicio jamás hecho a la narración cinematográfica vino de las familias que empezaron los estudios en Hollywood: la noción de que podías coger lo que había hecho Henry Ford para fabricar una Model T y aplicarlo a las historias. No es así. Cada uno trabaja diferente. Hay directores que quieren que el equipo nunca entre hasta que se haya tenido una discusión muy íntima y otra gente quiere a 80 personas mirando porque así los actores estarán más atentos. Es alquimia. A veces es magia; otras, psicología, a veces solo buen timing y gestión humana, y todo eso existe simultáneamente.
P. En una entrevista explicó las razones que le llevan a ver un filme de Sam Mendes o de Steven Soderbergh. ¿Por qué vería los suyos?
R. No soy celoso. Hay tipos que yo sé que están pensando tridimensionalmente y no solo para hacer algo aceptable. ¿Cómo le doy una vuelta, cómo saco algo más? Hay cierta gente que quiere que le contemos una historia y no sabe quién es el director o quién lo escribió. Muchos van al cine sin afinidad o ni siquiera conocimiento de quién les lleva a ese filme, pero en el fondo yo quiero de una película lo mismo que alguien que no sabe nada de cine. Tal vez simplemente no sean capaces de articularlo. Un amigo me preguntó por mi idea de una gran dirección. Es simple: quiero ser llevado y no saber.
P. ¿Por qué le fascinan tanto los asesinos y sus mentes?
R. Pregúntele a Hitchcock. Me gusta el drama y siempre he estado interesado, incluso antes de ver La ventana indiscreta, en los callejones sin salida. Recuerdo de niño que volvía a casa a las siete u ocho de la noche. Nadie ha bajado aún las persianas, el sol se ha ido, estás en la oscuridad, caminando cerca de los árboles, y las luces se encienden y parece una película, toda esta vida que se mueve y tú la miras y piensas. Especialmente cuando hay una pregunta. Por ejemplo, se ha escuchado a alguien gritando. Ahora hay un tipo que fuma. Ahora tiene un maletín… Siempre he estado interesado en la idea de la deducción siniestra. Y sucede en Zodiac o en Seven, que considero una película de terror incomprendida. Porque pretende ser un thriller, pero eso consiste en si llegan o no al tren. Cuando Kevin [Spacey] se entrega te das cuenta de que te has centrado en lo equivocado y ahora estás en un tercer acto totalmente distinto a lo que esperabas.
P. Las certezas de El asesino se vienen abajo tras un único error. ¿Le ha sucedido alguna vez algo así?
R. Mis errores son mucho más grandes. Si no tienes remordimientos, no has vivido.
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