En Europa todos somos emigrantes o hijos de emigrantes o familiares de emigrantes. Todos conocemos a alguien que tuvo que irse a otro lugar a buscarse la vida. Ahora, la pujante ultraderecha europea, con la inestimable ayuda de políticos oportunistas como el francés Emmanuel Macron o el británico Rishi Sunak —dispuestos a vender su alma al diablo como si ignorasen que los pactos fáusticos siempre destruyen al que los firma—, ha puesto este debate en el centro de los problemas del continente como si estuviésemos sufriendo algún tipo de invasión. Sin los migrantes, la economía y la demografía europea estarían hundidas (también la estadounidense, por otro lado). Lo único que vemos es a personas desesperadas que huyen de la pobreza, la guerra, el cambio climático —problemas en los que Occidente tiene una responsabilidad indudable— como lo hicieron, antes que ellos, millones de europeos.
Los buques que salían de Irlanda hacia América en el siglo XIX se llamaban barcos ataúd por las horribles condiciones en las que se realizaba el viaje. Eran las pateras de aquellos tiempos. En The Famine Plot, un libro sobre la hambruna de la patata, el gran historiador Tim Pat Coogan relata como, entre 1847 y 1848, cuando la gente se moría de hambre en las ciudades y pueblos de Irlanda, se aceleró aquella oleada migratoria, no muy diferente de las que vivimos ahora en el Mediterráneo o el Atlántico. Cientos de miles de irlandeses se lanzaron al mar en condiciones desesperadas: los investigadores calculan que, sobre 8,5 millones de irlandeses, un millón murió de hambre y un millón emigró.
Coogan recoge lo que ocurrió en algunos barcos concretos, como el Lord Ashburton, que llegó a Quebec el 30 de octubre de 1847. “Solo la aglomeración dentro del barco hubiese convertido el viaje en un infierno”, escribe Coogan. “Pero además estalló la fiebre. Ciento siete personas fueron enterradas en el mar. La mitad de los supervivientes iban casi desnudos. Los relatos de la época aseguran que hubo que proporcionarles ropa antes de poder desembarcar”. Es una imagen que se produce casi cada día en la actualidad. Solo cambia el escenario: ya no son los puertos de la costa Este de Norteamérica; sino Lampedusa, el Hierro, Lesbos…
La cultura irlandesa quedó profundamente impregnada por el recuerdo de esa experiencia traumática. En la canción de The Pogues Thousands Are Sailing aparece el fantasma de uno de aquellos emigrantes que murió en un Barco ataúd. “Miles navegan / Cruzando el Atlántico / A una tierra de oportunidades / Que algunos de ellos nunca verán”. Uno de los momentos musicales más emocionantes de este año que acaba ha sido el funeral de Shane MacGowan, el cantante de The Pogues, fallecido en noviembre. Después de la comunión, los cantautores Glen Hansard y Lisa O’Neill interpretaron una versión de Fairy Tale of New York mientras los asistentes al sepelio se levantaban para bailar. De nuevo, se trata de una canción que trata de emigrantes en Nueva York que han visto sus sueños rotos.
Como los irlandeses, los escandinavos también transformaron su propia cultura —y la de Estados Unidos— cuando comenzaron a cruzar en masa el Atlántico en el siglo XIX, como los gallegos hacia Argentina o los italianos hacia Nueva York. Entonces eran lugares en los que la vida era tremendamente difícil: la desesperación por tener algo parecido a un futuro llevaba a los migrantes a acabar en manos de traficantes de seres humanos desalmados. Un cuento precioso y terrible de Leonardo Sciascia titulado El largo viaje (forma parte del volumen de relatos El mar color de vino) narra como un grupo de sicilianos parte en barco hacia un sitio llamado “Bruquilin” en “Nuevaoir” para, finalmente, ser desembarcados cerca del mismo lugar del que partieron tras una travesía que solo rodeó la isla, pero que fue infernal y terrorífica.
En 1972, Suecia fue candidata al Oscar por una película titulada Los emigrantes (Utvandrarna), de Jan Troell, que ganó finalmente el Globo de Oro. Protagonizada por Max von Sydow y Liv Ullmann, relata una historia que podría haber transcurrido entonces en miles de pueblos de Europa (y ahora en numerosos lugares del planeta, desde África hasta América Latina): personas que huyen de unas condiciones de servidumbre, de la condena a la pobreza eterna, para buscar una nueva vida, pero que tienen que enfrentarse a lo desconocido y a un viaje posiblemente letal. Sin embargo, deciden embarcar pese a todo.
Filmin ofrece una versión de la misma historia en forma de serie de tres episodios, titulada también Los emigrantes. “¿Vamos a condenar a nuestros hijos a una vida de miseria por miedo a lo desconocido?”, le dice el padre, empeñado en irse pese a los peligros que implica cruzar el Atlántico, a su esposa para tratar de convencerla. “Los barcos se hunden. El mar es la tumba de los infieles”, les espeta una vecina cuando se entera de sus planes. Ahora los países nórdicos son unos de los lugares más prósperos y ricos del mundo: resulta difícil imaginar que, durante siglos, fueron una tierra de hambre, desesperanza y servidumbre.
Esa obsesión por narrar la emigración como un problema o una invasión resulta especialmente sangrante en España, porque no se trata de recuerdos lejanos. Fueron nuestros padres, nuestros tíos, nuestros hermanos —y ahora nosotros, durante la gran crisis de 2008— los que partieron hacia el norte en busca de un futuro. Y allí fueron tratados con racismo, pero también salieron adelante y cambiaron profundamente los lugares a los que llegaron. Y, en muchos casos, nunca dejaron de echar de menos un país del que habían huido como refugiados políticos o económicos.
Merece la pena volver a ver ¡Vente a Alemania, Pepe!, que Pedro Lazaga dirigió en 1971. Arranca en un pueblo de Teruel, Peralejos, donde el cura todavía corta la tele si considera que la emisión es demasiado atrevida, al que regresa un emigrante (José Sacristán) con su Mercedes y todos sus sueños —aparentemente— cumplidos. Y convence a su amigo de la infancia, Alfredo Landa, para que se vaya con él a Múnich. Rijosidades, tópicos, boinas y patillas aparte, no deja de ser el retrato de los anhelos de una sociedad que todavía padecía el atraso y la dictadura. “¿Cuando aquí ganas una peseta allí ganas cuatro duros?”, le inquiere Landa a Sacristán. “Aquí no hay más que Fanta y pipas de girasol”, dice otro personaje sobre la España todavía enfangada en la mugre franquista de los años setenta.
El sueño alemán se convierte, sometido a la realidad, en trabajos de segunda en un país donde son tratados como ciudadanos de tercera. Allí conviven en una pensión con Antonio Ferrandis, un exiliado republicano, que todavía lamenta la derrota en la batalla de Brunete —“Si llegamos a ganar, ustedes no estarían aquí”—. Cuando sus paisanos regresan a casa en Navidad, Ferrandis replica: “Yo no puedo volver. Se me han muerto todos. Hasta los enemigos. Entraría en el casino y no me conocería nadie. Sería tan extranjero como aquí”. Se trata de una sensación que muchos emigrantes comparten: ya no pertenecen a ningún lugar. Dejar un país para convertirse en un extranjero resulta casi siempre una experiencia muy dura, incluso cuando van bien las cosas.
Atacar la emigración, convertirla en un problema central de Europa, es despreciarnos a nosotros mismos, es negar lo que somos, es ir contra nuestra historia más profunda.
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