El conflicto en Gaza impulsa en los campus estadounidenses las mayores movilizaciones desde la guerra de Vietnam | Internacional

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La guerra de Vietnam desató en los campus de EE UU una movilización masiva, asentada sobre la lucha por los derechos civiles. Desde entonces, pocos acontecimientos han tenido la capacidad de arrastre de la guerra de Gaza, que comparte con aquella algunas claves: el imaginario de un ejército poderoso sometiendo a una población desvalida; la ruptura generacional (los jóvenes estadounidenses son más propalestinos que sus mayores); el conflicto como catalizador de tendencias más amplias y, en fin, la consideración de que la oposición a la guerra, en ambos casos, era una causa justa.

Pero también son muchas las diferencias. La de la raza, la primera. En los sesenta, los campus eran mayoritariamente blancos, mientras que en los actuales hay muchos más estudiantes de otras razas, que empatizan con la lucha palestina como una forma postrera de resistencia al colonialismo. En los manifestantes contra la guerra de Gaza resuena también la denuncia de la brutalidad policial contra los afroamericanos que sacudió EE UU en 2014 y 2020. Pero ni siquiera en las protestas raciales de la última década, las manifestaciones alcanzaron el nivel de polarización y virulencia de las actuales, en las que las acusaciones de antisemitismo se han convertido en un casus belli añadido a la guerra.

La de hoy es una protesta antibélica distinta de la que alentaron en los sesenta la generación beat y el movimiento hippy, porque enfrenta a iguales: los estudiantes judíos que dicen sentirse inseguros frente a sus propios compañeros y los llamamientos de estos a la intifada. La tensión ha ido de abajo arriba, hasta alcanzar a los responsables de las universidades y engordar una tormenta política a un año de las elecciones. Y ha llegado más arriba aún: una investigación federal estudia si una docena de centros, incluidos algunos de los más prestigiosos del país, han infringido el Título VI de la Ley de Derechos Civiles de 1964, que prohíbe la discriminación por motivos de raza, color u origen, al permitir manifestaciones antisemitas.

Al igual que la composición demográfica de los campus, también han variado las presiones y exigencias políticas sobre los rectorados. Las primeras, esgrimidas por muchos donantes, han colocado a las rectoras de las universidades de Pensilvania y Harvard y la del MIT en una situación insostenible, hasta el punto de que la primera, Liz Magill, presentó su dimisión después de que uno de ellos amenazara con retirar un fondo de 100 millones de dólares. La de Harvard, Claudine Gay, sigue en el disparadero, no solo por no condenar expresamente mensajes de odio proferidos en su campus durante una audiencia en el Congreso; también por acusaciones de plagio, que le han obligado a revisar varios artículos. La imagen de la tercera, Sally Kornbluth, decora al igual que la de Gay pancartas y carteles con leyendas descalificadoras. La polémica sobre el supuesto antisemitismo es el nuevo martillo de herejes de los republicanos.

Omer Bartov, profesor de Estudios del Holocausto y Genocidio de la Universidad Brown —que integra, como Pensilvania y Harvard, la exclusiva Ivy League—, repasa los antecedentes del debate. “Ha habido una polarización general de la opinión política desde la elección del presidente Donald Trump en 2016. Esa polarización ha encontrado su vía también en los campus. En paralelo ha habido una tendencia creciente a silenciar o incluso prohibir las opiniones, discursos y escritos de quienes expresan puntos de vista opuestos a los propios. Esto ha sucedido tanto en la derecha política como en la izquierda, y se ha manifestado sobre todo en la prohibición, por parte de los conservadores, de discursos y escritos que critican la historia y el racismo estadounidenses, o, por parte de los liberales, los que utilizan términos y terminología considerados ofensivos o inapropiados. Lo primero ha sido evidente en varias escuelas de Estados republicanos; lo segundo se ha vuelto común en muchas universidades liberales”.

Protesta contra la guerra de Gaza, organizada por estudiantes, el 9 de noviembre en Nueva York.
JUSTIN LANE (EFE)

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El movimiento de protesta por Gaza está en gran medida descentralizado, aunque con vínculos a plataformas nacionales, como la Campaña de EE UU por los derechos palestinos, la más importante del país. “Hemos visto a estudiantes liderar nuestras comunidades en todo el país. Incluso pese a los intentos de silenciarlos, los estudiantes continúan organizándose y hablando en apoyo de un alto el fuego inmediato y de una Palestina libre. Apoyamos con orgullo su trabajo”, explica un portavoz. Internet ofrece a los manifestantes inspiración y, en ocasiones, consejos. En 2014, cuando la muerte de un hombre negro desarmado por la policía sacó a la calle durante días a miles de personas en Ferguson (Misuri); estadounidenses de origen palestino recomendaron en las redes sociales cómo protegerse de los gases lacrimógenos. Nueve años después, en la Universidad de California, Santa Bárbara, y en otros lugares, los estudiantes negros y latinos son la avanzadilla del movimiento propalestino.

De origen palestino-libanés, Joey Ayub, que edita un podcast sobre el conflicto, escribía la semana pasada que es más probable que los jóvenes estadounidenses conceptualicen la causa palestina como un tema hermano de la lucha por la justicia racial. Hay un “paralelo visual”, según el escritor, una imagen fácil de asimilar: la de un soldado o un agente de policía dominando un espacio habitado por una población sometida, ya sea en una ciudad de Cisjordania o en un barrio de mayoría negra en EE UU. Sostiene también que 2014 fue un año crucial en la comprensión del conflicto por parte de las generaciones más jóvenes de estadounidenses, pues ese verano, mientras estallaban las protestas en Ferguson por la muerte del afroamericano, una ofensiva contra Gaza, la denominada Operación Margen Protector, mataba a unos 2.250 palestinos y 73 israelíes. Los consejos en redes sobre cómo lidiar con los gases lacrimógenos, recuerda, fueron “algo simbólicamente muy poderoso”.

El final del semestre y las vacaciones navideñas parecen haber devuelto la calma a los campus, pero sólo en apariencia. En el de Columbia (Nueva York) no es difícil encontrar banderas palestinas, incluso en la sede de una fraternidad de estudiantes. En Harvard, a mediados de diciembre, la agitación provenía de personas ajenas a la universidad. Que Columbia haya logrado sustraerse del ruido —aunque fue epicentro de la movilización en los primeros días de la guerra— se debe a iniciativas que conjugan la prohibición y el diálogo: entre otras, un nuevo foro de debate específico sobre el conflicto frente a la prohibición de dos grupos propalestinos por violar las reglas que autorizan las manifestaciones (ninguno de ellos ha respondido a este diario). No pocos se preguntan cuánto tiempo tardará Columbia, una de las universidades objeto de la investigación federal, en ser arrastrada por la furia que envuelve a otros campus.

El israelí Shai Davidai, profesor de la escuela de negocios de Columbia y uno de los primeros en denunciar la inacción del rectorado, asegura que nada ha cambiado en la práctica, pese a las citadas medidas. “El mes pasado, la universidad suspendió a dos organizaciones pro-Hamás del campus. El día 8, la universidad declaró, por la presión de la audiencia del Congreso [tres días antes], que los llamamientos a la violencia y al genocidio van contra las normas de la institución. El día 11, comunicó que una protesta prevista no estaba autorizada y, por tanto, no tendría lugar, pero ese mismo día, la protesta no autorizada sí tuvo lugar”, dice enfáticamente. “Fue organizada por las dos organizaciones que supuestamente habían sido suspendidas, y en ella se corearon eslóganes que llamaban a la violencia, algo de lo que la universidad dice estar en contra. En resumen: no se está haciendo nada al respecto. Como vimos en la vergonzosa audiencia del Congreso, las universidades de hoy no están dirigidas por líderes, sino por abogados”, denuncia.

Desconocimiento del contexto

Davidai se refiere a la comparecencia ante el comité de Educación de la Cámara, el 5 de diciembre, de las rectoras de Pensilvania, Harvard y MIT, durante la que fueron zaheridas por los republicanos y especialmente por Elise Stefanik. El minuto de fama de la representante de la facción más ultra de su partido hundió la reputación de las tres mujeres y empañó la imagen de las instituciones, pero su discurso fue un ejercicio de oportunismo político. “Hay pocas dudas de que representantes como Elise Stefanik, que ha expresado simpatía por la llamada teoría antisemita del gran reemplazo y ha mimado a las facciones más radicales del Partido Republicano, no tenían interés en luchar contra el antisemitismo al preguntar a las rectoras de las universidades. Además de perseguir su propia ambición política, Stefanik busca dejar en evidencia a las universidades como bastiones de la élite de la izquierda radical que censura cualquier otra opinión”, explica Bartov, quien advierte de la necesidad de “tener cuidado con la censura en los campus por parte de ambos lados, al mismo tiempo que protegemos a los estudiantes y profesores del discurso de odio, la incitación y la intimidación”.

El profesor Bartov, nacido en Israel, considera que la equidistancia de los rectores al mostrar simpatía con todas las víctimas e intentar contentar a todos (profesores, alumnos, donantes) “no ha hecho más que empeorar las cosas”. Cita el ejemplo de las tres rectoras ante el comité del Congreso: “En lugar de expresar sus propios puntos de vista de forma clara y directa, o declarar que no están en condiciones de hacer declaraciones públicas sobre acontecimientos políticos en otras partes del mundo, optaron por un lenguaje legalista que socavaba por completo su autoridad como líderes de grandes instituciones”. Además, añade Bartov, “incluso en universidades de élite como Harvard, MIT y la Universidad de Pensilvania, así como en la mía, la Universidad Brown, la vehemencia de las protestas estudiantiles contra las políticas israelíes y los no menos vehementes ataques contra esas protestas por antisemitas, a menudo carecen de una comprensión real de la complejidad de la situación sobre el terreno en Israel y Palestina”.

Baste un par de ejemplos: muchos de los jóvenes que corean eslóganes como “Del río [Jordán] al mar, Palestina será libre” [un lema que los estudiantes judíos consideran un llamamiento a la expulsión o el genocidio], ignoran a qué se refiere exactamente la expresión. Algunos, según una reciente encuesta de The Economist/YouGov, creen que el Holocausto es una leyenda. Según el reciente sondeo CAPS-Harris de Harvard, dos tercios de los votantes entre 18 y 24 años creen que los judíos como clase son opresores y deberían ser tratados de esa manera. El 67% de los que están en esa franja de edad afirman que las rectoras cuestionadas en el Congreso hicieron más de lo necesario para atajar el antisemitismo en los campus, frente al 62% del total de encuestados, para el que las tres mujeres se quedaron muy lejos de ello. Según el sondeo, uno de cada cinco jóvenes estadounidenses cree que el Holocausto es un mito.

La definición ‘oficial’ de antisemitismo

El profesor Omer Bartov asegura que, además del contexto de polarización política y guerras culturales, hay otro factor que explica la raíz del antisemitismo (o de lo que algunas sensibilidades consideran antisemitismo). «Desde hace años, los sucesivos gobiernos de Benjamín Netanyahu, y elementos de la derecha judía en otros lugares de Europa y EE UU, han impulsado el argumento de que cualquier crítica a las políticas israelíes, especialmente en lo relativo a la ocupación de tierras palestinas, es antisemita. Con ello se pretendía apartar a Israel de la exposición de su opresión de millones de palestinos en los territorios ocupados. Muchos Gobiernos han adoptado la ‘definición de trabajo del antisemitismo’ formulada por la IHRA [siglas en inglés de Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto], que califica ciertos discursos contra Israel de potencialmente antisemitas. Esto ha provocado tanto el silenciamiento de las críticas por parte de quienes temen ser acusados falsamente de antisemitismo, como una confusión entre el antisemitismo real, que sin duda ha ido en aumento en los últimos años, y la creciente conciencia pública de las objetables políticas israelíes, que también ha crecido”.

El seguimiento de esta definición homologada es patente, por ejemplo, en Alemania, donde el Gobierno de Berlín ha cerrado filas en torno a Israel, sin expresar crítica alguna a la ofensiva militar contra Gaza. Otros muchos se debaten entre la censura y la autocensura, pero ¿amenaza la cuestión a la libertad de expresión en EE UU? «Algunos estudiantes propalestinos dirían que así es. Ha habido casos de estudiantes arrestados o de universidades que intentaron prohibir ciertos tipos de manifestación. Pero [las prohibiciones] se han basado en gran medida en la perturbación de la vida universitaria o en la incitación. En términos generales, a pesar de la intensa retórica procedente de ambas partes, no creo que, como a veces informan con entusiasmo los medios israelíes, los estudiantes judíos no estén seguros en los campus estadounidenses, ni, como han sugerido otros medios de comunicación, que haya una represión de las voces propalestinas o una persecución de estudiantes árabes y musulmanes, a pesar de algunos incidentes horrendos, como el tiroteo de tres estudiantes palestinos hace unas semanas en Burlington (Vermont), incluido un estudiante de la Universidad de Brown».

Sobre el clima de inseguridad que algunos estudiantes judíos denuncian en los campus, «se trata, creo, de una percepción falsa, pero también ha habido casos de antisemitismo real que no deben ignorarse», matiza Bartov.

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