El humor negro como palabra mágica | Cultura

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Como toda hija de vecino, he pasado unos días difíciles en un hospital. Las agujas no se cebaron en mis venillas, sino en las de mi padre. Aprendí mucho en Urgencias. Sobre el deterioro y las proximidades barrocas de la muerte, pero también sobre estrategias para escamotear rumiaciones oscuras y para sobrevivir en esos lugares con una profesionalidad que no resulte violenta ni indiferente. Los pacientes sobrellevan su angustia: se miran desde arriba como si su cuerpo no les perteneciera, observan a los demás sintiéndose más saludables, gastan bromas y el humor negro es palabra mágica para engañar el temor.

Mi padre, como yo misma cuando he ido a algunas consultas, se hacía el simpático con celadores y enfermeras, y activó una capacidad para el chiste lingüístico que le haría merecedor de un sillón en la RAE: él busca una mímesis entre realidad, significante y significado que anula la arbitrariedad sausseriana del signo lingüístico y justifica cualquier intento inclusivo del lenguaje. Mi padre asevera que lo lógico, racional y correcto sería decir “estoy de pies”, en lugar de “estoy de pie”: únicamente las personas con una sola pierna apoyan un pie singular en el suelo. Los seres bípedos ―o todavía bípedos― nos alzamos en plural. Desde esta aproximación naturalista a la morfología, en Urgencias, mi padre analiza la necesidad de reservar la palabra “paciente” para quienes levantan la torre Eiffel con cerillas o cocinan durante horas un jarrete a baja temperatura; a la población de Urgencias le cuadraría más el término padeciente. Las ganas de sonreír, escapar, difuminan el hecho de que te han conectado al oxígeno, te duele y oyes los gritos de un hombre con una bajada de potasio. Una muchacha vomita después de intentar suicidarse tragándose una caja de paracetamoles ―ay― y utiliza el móvil para retransmitir en directo su estado…

Como afirmaba Eugenio o demostraba día a día Lenny Bruce, el humor nace de un amasijo de dolores inasumibles. Es una manera, simultáneamente cruel y balsámica, de afrontar la herida. El dolor es violencia y la risa a veces exagera esa violencia hasta convertirla en algo ridículo, mientras que, en otras ocasiones, el sentido del humor es una forma de decoro, generosa y distante -no por ello menos profunda- que contiene ira y miedo, soledad, la percepción de las asimetrías experimentadas cuando el cuerpo te castiga -a ti, muy particularmente a ti-, pero esos castigos constituyen una rutina para quien te atiende. A veces brota una amabilidad sobrehumana, pero quien te cuida no puede empatizar del todo contigo y con el de al lado, porque esa entrega le haría perder la cabeza y la perspectiva: la risa de las MIR que repasan sus lecciones en los boxes o el desapego de los cirujanos en una película como MASH ―no ha envejecido bien― ilustran el polo opuesto del abismo autodestructivo de Andrés Hurtado, médico protagonista de El árbol de la ciencia, que marcó mi entendimiento adolescente de la literatura. Esther Lucas ejercía de enfermera voluntaria. La montaña mágica. La televisión: El doctor Gannon, Urgencias, Anatomía de Grey, El buen doctor, House… En la espectacularización sentimental de la sanidad privada estadounidense hay una justificación política; también un regodeo masoquista reconocible en series enfocadas hacia ámbitos públicos como nuestro Hospital central. O quizá son procedimientos para desarrollar la membrana de la costumbre.

Más allá de la eterna sátira contra los médicos que habla del miedo, el chirriar de dientes y la crítica a la monetización de la salud, yo hoy no tengo bastantes poemas para expresar mi inmensa gratitud hacia las y los profesionales de la sanidad pública.

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