Lo de Diego Galaz y Jorge Arribas no fue amor a primera vista. Qué va. La tarde del verano de 2002 en que se conocieron, en una sala de ensayos burgalesa, Diego reparó en aquel acordeonista zangolotino y gafotas, repeinado con la raya al centro, y pensó: menuda pinta de empollón. Jorge contempló a un violinista espigado de los rizos revueltos y se dijo: este se las da de bohemio. Hoy, los dos integrantes de Fetén Fetén han subido juntos a un escenario en más de 2.000 ocasiones y exhiben una química personal tan desbordante que en los hoteles aún a veces les preguntan si prefieren camas individuales o de matrimonio. Y es un equívoco que les ruboriza, pero sobre todo los enorgullece.
Galaz (Burgos, 47 años) y Arribas (Aranda de Duero, Burgos, 44) son pareja solo artística, pero la música les ha abocado a una hermandad íntima e indisoluble, un vínculo aún más vigoroso que el de los grandes flechazos. No son famosísimos, pero finiquitaron el año 2023 con un total de 113 actuaciones a sus espaldas (incluida una gira por Cabo Verde) y es imposible pasear con ellos por el centro de Burgos sin que el paisanaje local los detenga y abrace a cada rato. Más difícil todavía se antoja encontrar a algún compañero de oficio que no los piropee. Ellos se dicen “un par de culos inquietos, eternos aprendices de todo, desprejuiciados y sin pereza”, pero han cantado para ellos —agárrense— Natalia Lafourcade, Julieta Venegas, Bunbury, Drexler, Kevin Johansen, Depedro, Ismael Serrano, Rozalén, Travis Birds, Guitarricadelafuente y una docena larga de otros tantos nombres ilustres. Fito Cabrales los incorporó este año pasado a la gira de sus Fitipaldis. ¿Unos folcloristas castellanos incrustados en una banda de rocanrol que llena pabellones? “Somos músicos versátiles y de oficio. Puedo coger ahora una acústica y tocarte a lo Tom Petty. Y Fito, que tiene un corazón que no le cabe en el pecho, valora esas cosas”, resume Galaz.
Todo en la historia de los Fetén es insólito; tanto como algunos de los instrumentos en que se han especializado. Entre los dos saben tocar unos 30 distintos, pero Diego últimamente causa sensación con el serrucho (su abuelo materno, don Atilano Ballesteros, regentaba en Burgos la carpintería La Industrial) y Jorge maneja una silla plegable de camping agujereada y manipulada para sonar, y esto es verídico, como una flauta dulce. No lo hacen por fardar o resultar estrafalarios, sino como parte de su compromiso con la cultura más popular y genuina, esa en la que militaban nuestros ancestros cuando “postureo” era un término que no constaba en ningún diccionario. “Nuestros abuelos sí que eran unos auténticos melómanos”, exclaman, unánimes. “Era una generación a la que la música les hacía sentir bien, porque los sacaba de esa cotidianidad anodina de la pobreza o el cuidado de la prole. No buscaban a cantantes guapos o festivales en los que sirvieran mucha cerveza: la música era parte consustancial de la vida y la felicidad”.
Ninguno de los dos se ha instalado aún en el medio siglo, pero piensan mucho, por una cosa u otra, en los viejitos. Han popularizado por medio mundo el vocativo “pichón” (“¿Qué me dices, pichón?”), porque era como los mayores se referían antaño a los pipiolos en los pueblos castellanos. Es un homenaje tácito a aquellas generaciones esforzadas y heroicas que estamos perdiendo para siempre. Como la de la madre de Diego, aquejada de alzhéimer avanzado, a la que su hijo visita en la residencia todas las semanas para amenizarla con sus melodías favoritas. Doña Amelia ya no reconoce a nadie ni sabe hilar dos palabras consecutivas, pero cuando del violín del menor de sus cinco vástagos brotan Cielito lindo, Amapola o Si Adelita se fuera con otro, ella canta, alborozada, cada verso. Sin fallar ni una sílaba. Ni una nota.
Galaz tuvo suerte en casa, no lo niega. Estudió violín en el Conservatorio municipal, pero lo dejó a los 14 años porque los profesores eran un desastre: mandaban a los alumnos a que les comprasen tabaco, pero apenas les enseñaban cuatro nociones de música. Solo el olfato de don Alejandro, el director del centro (“Pónganle a Diego un profesor particular, que el niño tiene buen oído”, imploraba a sus padres), propició que aquel violinista larguirucho no se malograra para siempre. El muchacho tenía ya por entonces un punto disperso y tarambana, pero los pentagramas le sirvieron como cable a tierra. “Nunca llegué a pisar la universidad. Mi único título es el de campeón juvenil de bádminton, en 1992″, se carcajea ahora. No le fue fácil asomar la cabeza. Cuando alcanzó la mayoría de edad, mamá Amelia le metió 4.000 duros en el bolsillo y lo mandó a Madrid, a ver si era capaz de ganarse la vida. “Fueron tiempos durísimos, de penuria. Aproveché la eclosión de la música irlandesa y tocaba a cambio de 5.000 pesetas y barra libre de cerveza. He cenado Guinness muchas noches de mi vida”. Pero en esas le descubrió Lichis, de La Cabra Mecánica, y le invitó a colaborar en tres canciones de su elepé Cuando me suenan las tripas, de 1997. Eran tiempos de bonanza discográfica: le pagaron 50.000 pesetas al contado, que esa misma tarde Diego invirtió en adquirir un Talbot Samba de segunda mano. Era un trasto cochambroso, pero a él le pareció Jauja.
El joven Arribas tuvo que lidiar, mientras tanto, con la incomprensión. Los dos hermanos mayores eran ingenieros químicos reputados y con buenos sueldos, así que sus pruritos artísticos le convirtieron de inmediato en la oveja negra de la familia. “La música no es ninguna carrera”, le repetían con desdén cada vez que le descubrían trasteando con el acordeón. Solo cuando le ficharon los Celtas Cortos, con los que permanecería durante ocho temporadas, cesaron un poco las muestras de desafecto. Dos años atrás, con su madre ya muy malita en el hospital, se reconciliaron para siempre. “Qué tontos fuimos, hijo. Con lo felices que se os ve a los dos ahora”, le repetía doña Paquita, arrepentida y emocionada.
No hay como una reconciliación a tiempo. Y los Fetén, que las han visto de todos los colores, disfrutan ahora de una estabilidad y un bienestar infrecuentes entre este tipo de músicos de raza, currantes todoterreno que ya no se arredran con nada. “Somos dos putos autónomos, en paz con nuestro país y con el Ministerio de Hacienda, que pagan todas sus facturas, se cogen vacaciones y toman un buen vino de vez en cuando”, proclaman mientras comparten un arroz cremoso y brindan con un mencía gallego en el restaurante de Sergi Vidal, uno de sus favoritos en la ciudad. Y Jorge añade, ya adentrados en territorios confesionales: “Si cuando dejamos el grupo La Musgaña, en 2009, me dicen que iba a poder vivir gracias a un dúo de música folclórica, no habría dado crédito. Y siempre a contracorriente, sin abrazarnos a ninguna moda. Este es el éxito más grande: un éxito total”.
No hay grandes secretos, más allá de una fórmula maestra que Diego Galaz encapsula con su acreditada habilidad para las frases categóricas: “Poca bohemia y mucho esfuerzo”. Podríamos añadir por nuestra parte el humor y la bonhomía, la que les hace aceptar sobre la marcha la invitación de dos viejos amigos del gremio, el guitarrista Miguel Ángel Azofra y el mandolista Julio de San Esteban, para “echar unas piezas” en el Patillas, una taberna pasmosa de 1914 en la que la corriente eléctrica funcionaba a 125 voltios hasta un lustro atrás. Allí no ejercen de clientes, sino de instituciones locales manifiestamente insignes:
— Te escucho de vez en cuando en la SER—, le espeta un parroquiano a Galaz, que en verano se atrevió a conducir una sección de divulgación musical en el Hoy por hoy.
— Tengo entradas para veros en el Circo Price, que lo sepáis. ¡Ya podéis hacerlo bien! —, les advierte otra paisana en alusión al concierto del próximo 4 de febrero en Madrid, quizá uno de los más emocionantes de toda su trayectoria, ante no menos de 1.500 personas.
Suenan danzas castellanas, una travesura irlandesa de la Penguin Café Orchestra, un par de clásicos de Aute o aquel vals venezolano que popularizara Edith Piaf. Un poco de todo; como ya es habitual, con esa solvencia tan abrumadora que hasta la frase más endemoniada parece en sus dedos un simple juego de niños. Niegan con vehemencia que atesoren un solo gramo de genialidad (“Tenemos algo de talento, este país puede buscar genios en Góngora, Cervantes, Picasso y Paco de Lucía”), pero sus currículos comienzan a ser apabullantes. Sobre todo el de Galaz, ese hiperactivo de libro que ha trabajado en las giras de Ella Baila Sola, Revólver, Jorge Drexler, Quique González, Pasión Vega, Mastretta o, atención, Bisbal y Chenoa. Pero juntos tampoco dejan de ingeniárselas con piruetas conceptuales de elaboración propia: ahora mismo pueden contratarles, además de como Fetén Fetén, para conciertos didácticos en colegios de primaria, versiones orquestales de su repertorio o proyecciones íntegras de El milagro de P. Tinto con música en directo de ellos dos, una audacia que el propio director de aquella película delirante, Javier Fesser, ha bendecido con entusiasmo.
Si quieren disfrutar de su arte, pónganse en contacto directamente con ellos: son autogestionarios, carecen de oficina de contratación (“los representantes ahora solo buscan gallinas de huevos de oro, al estilo de Quevedo”) y pueden sugerirles todo tipo de ideas imaginativas, aunque no siempre dirán que sí. A Diego, el integrante del tándem al que ahora mismo tenemos desemparejado, le han sugerido sin éxito en dos ocasiones participar en First dates, el programa de cenas románticas ante las cámaras. Y las productoras televisivas también han pinchado en hueso con un par de ofertas para que los Fetén desembarcasen como participantes en Got Talent. En eso Galaz sí que se muestra categórico: “No vamos a concursar en un espacio en el que quien termine diciéndonos si valemos o no para la música sea Risto Mejide. Eso equivaldría a pegarnos un tiro en el pie, a lo Froilán…”.
¿Y qué pasará cuando, por lo que sea, termine el sueño de Fetén Fetén? ¿Qué harán al día siguiente? Por primera y última vez, Diego y Jorge, Jorge y Diego, esos amigos íntimos a los que aún a veces ofrecen cama de matrimonio, intercambian una mirada de desconcierto y titubean. Pero al final es Jorge Arribas el que desenfunda el arma del buen humor y encuentra la respuesta:
— Necesitaríamos un tiempo de barbecho emocional. Creo que me mudaría una temporada al Charco del Palo, un enclave nudista en Lanzarote que descubrimos hace poco, después de impartir unas sesiones didácticas en la isla para 1.200 chavales. Llevamos ya juntos un tiempo, pero… ¡los Fetén Fetén conservamos un magnífico desnudo!
Y los hijos de doña Paquita y doña Amelia finiquitan por hoy el mencía y la sesión.
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