Hace unos días conversé con Carmen Aguilera, directora de El intermedio, que ha sido merecidísimamente galardonada con el Premio Iris de Televisión. Hablamos del genocidio del pueblo palestino y del modo en que, desde los medios de comunicación, se representa, se muestra, se informa sobre este genocidio. Ni siquiera estos tres verbos ―representar, mostrar, informar― significan lo mismo; sus perfiles son difusos: para informar sobre un acontecimiento buscamos estrategias de representación y en la búsqueda de esas estrategias se proyecta un punto de vista, un modo de entender la realidad, que vuelve a la realidad y la construye. La objetividad parece horizonte imposible. La objetividad acaso es inhumana. Quienes se presentan como periodistas objetivos, como comunicadoras asépticas, ejercen el periodismo desde una parcialidad semienterrada: sin decirlo, reproducen claves del discurso dominante difuminado en los conceptos de normalidad y sentido común.
Carmen se formula a diario preguntas como cuáles son las imágenes que se deben mostrar en televisión y qué efectos provocan en la audiencia. Sacar a un niño palestino muerto con los miembros amputados, destrozado por los proyectiles, puede generar rabia, ira, dolor; puede minar nuestra impasibilidad de personas que ven la tele desde la convicción de permanecer a salvo al otro lado del espejo. Mostrar serviría para concienciar. Sin embargo, esa misma imagen es susceptible de producir intolerancia: las pieles finas no soportan una ración tan desmesurada de horrores y cambian de canal para protegerse del daño, porque solo tenemos una vida y preservamos nuestra felicidad a toda costa. Esta reacción nace del instinto de supervivencia y nos ayuda a entender por qué consumimos series o musicales que logran que nos sintamos bien sobre todo en épocas de incertidumbre ―incertidumbre es un eufemismo de otras palabras que no nombro para no espantar a nadie―.
La acción de cambiar de canal frente a la retransmisión de la ignominia se comprende desde un punto de vista humano que coloca nuestra fragilidad privilegiada por encima de empatía y solidaridad. Pero la fragilidad está ahí y a veces pienso que, si de verdad la tuviéramos en consideración en los tiempos del linchamiento teledirigido en la red y de la proliferación de las guerras, no seríamos ni impasibles ni crueles. Porque esa misma imagen de un niño reventado, esa misma imagen repetida, puede reducirse a ruido de fondo. Dejar de verse. Perder significado. “Un niño reventado por los proyectiles”, solo la expresión duele, pero, al repetirla y ampliarla con regodeo pornográfico, la realidad a la que alude se vuelve costumbre y corre el riesgo de evaporarse.
Cuando cambiamos de cadena porque no lo podemos soportar, la acción de pulsar el mando a distancia implica un posicionamiento moral que, a la vez, supone una pérdida económica para el canal que quiere mantener su cuota de pantalla, obtener un beneficio, informar, sensibilizar a la audiencia: todo a la vez en la era del turbocapitalismo. También, para provocar el efecto del horror como bola que corta el aliento nos queda el recurso de apuntar hacia otro lado: el jardín de la señora Hoss en La zona de interés (Glazer, 2023), la colorista cotidianidad de uno de los ideólogos de los campos de exterminio nazis. El poder atronador de la elipsis. Las amputaciones.
Existen otras maneras de elaborar el relato de la desgracia: intentar aprehender en una fotografía el rayo de esperanzada luz que se vislumbra entre los cascotes. Podemos tranquilizarnos engordando nuestra buena conciencia y quizá esta opción, que ilumina un innegable fragmento de la realidad ―en el mundo hay gente buenísima y admirable, que nos mejora―, logrará que permanezcamos fieles a nuestra televisión preferida.
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