Cuánta y agradecida memoria debía de poseer el público que observó en directo en los clubs los monólogos de alguien tan corrosivo como necesario llamado Lenny Bruce, dinamitador del lenguaje, poniendo rojos a sus carcajeantes oyentes al constatar estos que Bruce se saltaba todas las líneas rojas que pretendía imponer el sistema. Y qué privilegio debió de suponer escuchar en directo a Groucho Marx.
Les ha sustituido un tipo dotado de inteligencia y gracia máximas, provocación, originalidad y mala leche permanente, que se llama Ricky Gervais. Netflix, templo de la mediocridad, fórmulas clónicas y oportunismo heterodoxo, que al parecer complace mucho al espectador medio, también ofrece de vez en cuando programas sabrosos, dedicados a minorías con especiales gustos. Supone un placer enorme e igualmente estupefacción ante la osadía del protagonista ver en un teatro con público enfervorizado, el desafío que establece Gervais con las idioteces establecidas, con los nuevos y depredadores poderes, con la corrección política y la imposición ideológica que impone la cultura woke, lo que ella considera intocable y amenaza a la disidencia. Gervais se burla de esa religión totalitaria, irracional y opresiva, sectaria, muy peligrosa. Las monjas y curas que la propagan e imponen deben de tener el sueldo asegurado.
Gervais blasfema con brillantez y enorme gracia. Y en algunos momentos alucinas con los pasotes de este tío, pero qué liberación y risas provocan en el enfervorizado público. El muy astuto y salvaje se cubre ante sus desafíos admitiendo que es millonario y que lo que cuenta son bromas, que él solo es un humorista.
Esos monólogos se titulan SuperNature y Armageddon. Suponen una alegría libertaria en un universo que está regido por la nueva inquisición. Esta tendrá su ocaso. Pero vendrán otras.
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