Janis Joplin llevaba encima a todas las demás | Televisión

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Este año habría cumplido los 80, pero la desgracia inmortalizó a Janis Joplin a los 27. No es del todo exacto considerarla la primera gran estrella femenina del rock; si acaso fue la primera en actuar para cientos de miles de personas en aquellos festivales masivos de los últimos años sesenta. Ella nunca se creyó la primera: llevaba encima la herencia de las pioneras del blues y el primer rock and roll (Bessie Smith, Ma Rainey, Big Mama Thornton); del folk (Odetta) y del jazz (Billie Holiday). Era coetánea de Tina Turner y de Aretha Fraklin (con quien quería medirse), pero estas empezaron antes sus carreras.

Joplin había escuchado muy buenos discos cuando saltó a la escena musical en 1966 para brillar mucho durante menos de cuatro años. Y esta chica blanca de Texas recuperaba en sus álbumes y conciertos las canciones de aquellas mujeres afroamericanas que estuvieron antes y no alcanzaron la relevancia que merecían. Interpretadas al modo Janis, eso sí. Único. Con esa energía que la dejaba a ella exhausta y al público boquiabierto.

El mejor documental para conocer a la diosa de los hippies se titula simplemente Janis (en versión original Janis: Little Girl Blue) y está disponible en Filmin y Movistar+. Lo dirigió Amy Berg en 2015 y lo tiene todo: actuaciones intensas, ensayos y charlas en los que la vemos muy espontánea, entrevistas con todo su entorno: su familia, sus compañeros de banda, sus parejas. Y, sobre todo, las cartas que nunca dejó de escribir a su familia, en las que confesaba sus inseguridades y celebraba sus éxitos, unos mensajes que se convierten en el hilo como si hubiera escrito ella el guion.

Hay matices en el tópico de una chica atormentada, que nunca había encajado en su ciudad natal, Port Arthur, donde sufría acoso y se sentía inadaptada, que no encontró la estabilidad sentimental y que canalizó esa rabia cantando blues de forma desgarrada. Ese cliché es relativizado porque también vemos a una Joplin muy ilusionada desde que se muda a San Francisco, donde se zambulle en la revolución cultural que se estaba cociendo; que se siente pletórica cuando se pone al frente de un grupo; que sí amaba a los hombres y mujeres que la amaron, aunque alguno la traicionó; que superó los complejos de adolescente para construirse una imagen icónica en su tiempo. Que es invitada a Monterey en 1967, para el primer gran festival hippy, y sale encumbrada. Que tuvo tres bandas (Big Brother and the Holding Company, Kozmic Blues Band y Full Tilt Boogie Band) porque se creía que ninguna estaba a su altura. La vemos casi siempre sonriente, incluso cuando está confesando sus frustraciones, porque no se callaba nada ni en las entrevistas ni en lo que hablaba entre canción y canción.

Esta heroína, la artista, tuvo como villano a la heroína, el opiáceo. Su adicción se relaciona aquí con una personalidad dada a cargar con el dolor de los demás, y con la necesidad de evadirse después de unas actuaciones tan sentidas que la vaciaban. Se chutaba después de cantar, para que no afectara a su rendimiento; sin embargo, en el festival de Woodstock de 1969 subió al escenario muy colocada. No fue su mejor concierto, pero sí digno, y de los más recordados. Logró quitarse de ese vicio, aunque no del alcohol; quiso desconectar de todo y recorrió Brasil con su mochila y un novio que encontró en la ruta. Cuando murió de sobredosis en 1970, todos la daban por rehabilitada. El relato no sostiene la tesis de la autodestrucción: fue un accidente, solo pretendía darse un último homenaje.

La tragedia nos privó de todo lo que nos habría dado después. No, Janis no fue la primera, pero sí una de las más grandes. Su ejemplo abrió camino para que tampoco fuera, no podía ni quería serlo, la última.

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