José Luis Gutiérrez (Madrid, 60 años) se define a sí mismo como “un escultor al que las circunstancias han convertido en escritor”. Pero en esa transición entre domar la piedra y escribir novelas hay una invitada inesperada y puñetera que ha obligado a cambiarlo todo: la esclerosis múltiple. Una enfermedad diagnosticada hace veinte años que hoy le tiene postrado en una silla de ruedas. Bebe café con leche en una taza decorada con una cebra que sonríe de oreja a oreja, y entre sorbo y sorbo, le cuenta a EL PAÍS que su cabeza sigue llena de proyectos y de ánimo, en parte gracias al apoyo y los cuidados de su familia, formada por su mujer, Aurora, y sus cuatro hijos, todos de adopción. “Cada noche se turnan para dormir conmigo, por si necesito moverme, o que me tapen…”. Todo eso lo tiene escrito en una novela, titulada Estúpida mielina, a la que busca editor, después de haber publicado otras tres novelas y dos recopilaciones de relatos.
Pregunta. ¿Quiso siempre ser escultor?
Respuesta. Mi vocación siempre fueron las Bellas Artes, pero una vez que ingresé en la universidad, opté por la escultura, y concretamente por la talla en piedra. Cuando terminé la carrera gané una plaza de profesor de dibujo de Educación Secundaria y trabajé un par de años en Cantabria. En 1991 gané una plaza como profesor asociado en la propia facultad de Bellas Artes de la Complutense de Madrid y compaginé ambos trabajos hasta que conseguí la plaza de titular en 2003, que es el puesto que todavía mantengo. En todo este camino le dedicaba muchísimo tiempo a la escultura hasta que apareció la enfermedad, que me obligó a ir reduciendo la actividad física. Y se produjeron más cosas.
P. ¿Más? Dígame cuáles.
R. La Complutense anunció un concurso de proyectos de cooperación al desarrollo y uno de ellos se realizaba en un orfanato de la India. Por entonces tenía ya muy mermadas mis capacidades físicas, así que pensé que era una buena oportunidad para desarrollar la creación artística sin tener que utilizar mis brazos, pero sí la energía de mis propios alumnos y de los niños que vivían allí. Conocía aquel lugar porque es donde adopté a mis dos hijas, y sabía que durante los periodos vacacionales no tienen actividades, así que les presentamos un proyecto y nos lo aprobaron. Fue un resultado tan bueno que nos animamos a seguir extendiendo la idea en otros orfanatos, como el más grande de Nepal, del que son mis dos hijos varones. Es algo para lo que siempre he contado con la participación de mi mujer, que también estudió Bellas Artes. Lamentablemente, el coronavirus acabó con todo esto.
P. Y se puso a escribir.
R. Mientras la enfermedad iba ganando terreno, opté por escribir, que tiene muchas similitudes con esculpir, porque me sirve para expresar y vehicular mi creatividad. A ver si con esta entrevista puedo encontrar agente literario porque mis otros proyectos han sido con editoriales muy pequeñas y apenas los han leído mis amigos (sonríe).
La única parte de mi cuerpo que me funciona bien es un dedo meñique de la mano, con el que navego con el ordenador y puedo pasar las dispositivas que utilizo en mis clases de arte”
P. Qué responsabilidad. En este libro habla mucho de cuidados. Veo su salón y hay dos sillas de ruedas, en su cuarto hay una grúa para facilitar su movilidad… Se necesita tiempo, personas, dinero…
R. Conozco gente que lo está pasando muy mal y en muchos sentidos. Por la enfermedad y lo que implica, pérdida de autonomía, de ingresos económicos… yo soy un privilegiado por muchos motivos. En primer lugar por mi mujer, que se dedica a mí al 100% desde hace años. En segundo lugar, por la familia tan grande que hemos formado y que también me cuidan con verdadera devoción, y también por mi trabajo. Porque la mayoría de personas que llegan a este grado de discapacidad tienen que abandonarlo por completo. Tengo reconocida desde hace muchos años una discapacidad del 86%, y la única parte de mi cuerpo que me funciona bien es un dedo meñique de la mano, con el que navego con el ordenador y puedo pasar las dispositivas que utilizo en mis clases de arte. También tengo la voz, que es algo que pierden la mayoría de los enfermos de esclerosis múltiple. Por eso digo que he tenido suerte, porque además en la Universidad Complutense hace años me concedieron una rebaja de la carga docente sin alterar mi salario. Eso es algo que ninguna empresa hace.
P. Le dedica el libro a María José Carrasco y a su marido, Ángel Hernández, que la ayudó a morir después de muchos años padeciendo la misma enfermedad que usted.
R. Ella estaba un poco peor que yo, pero soy consciente de que lo mío es cuestión de tiempo. En su momento entendí perfectamente que pidiera la muerte asistida y de hecho reivindico ese derecho aunque a mí no me ha llegado ese momento. Estúpida mielina quiere ser un canto a la vida y a la capacidad del ser humano para sobreponerse a las circunstancias más adversas, pero al mismo tiempo, aunque pueda parecer contradictorio, desea ser una reivindicación del derecho a morir dignamente, una defensa de la eutanasia en determinadas condiciones.
P. ¿Qué le parece la ley aprobada en 2021 para regularla?
R. Muy necesaria, aunque haya llegado tarde y sé que todavía se aplica en algunas comunidades con muchísima reticencia. Si los conservadores llegaran al poder quizá querrían revocarla, así que no podemos descuidarnos, porque estos derechos se pueden ganar o perder con mucha facilidad.
P. ¿Cuánto ha tenido de catarsis escribir este libro?
R. Mucho. Y también me ha ayudado a descubrir cosas curiosas, como que una de las primeras esculturas que hice cuando tenía 23 años representaba a una mujer cuyo cuerpo se transformaba en silla de ruedas de cintura para abajo. Imagina, en vez de piernas tenía ruedas y cara de enfado. Era una premonición, creo.
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