La culpa del guionista | Televisión

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Una nueva pesadilla ha venido a acecharme: durante una gala cuyo guion he coescrito —qué sé yo, unos Goya—, un monólogo, que en mi cabeza y en los ensayos sonaba aceptable, al ser verbalizado en directo se revela como un despropósito. Pero este no es el drama, este miedo son gajes del oficio. El verdadero horror tiene lugar cuando quien lo está soltando echa la culpa, en ese momento, a sus guionistas.

Ocurrió el domingo en los Globos de Oro. Durante el monólogo de apertura de la gala, plagado de chistes fallidos, su presentador, el cómico Jo Koy, quiso puntualizar que algunos los había escrito él y otros “otra gente”. Después, ante la ausencia de complicidad por parte de los asistentes, especificó que sus chistes eran los que habían hecho gracia. Y nada de esto fue un chiste.

De la misma forma que a menudo nos niega las loas, la proverbial invisibilidad del guionista alguna vez nos parapeta de las críticas, correlativas a nuestro trabajo. La mayoría de los guionistas fallamos, y hay que aceptar que al público así se lo parezca, porque escribimos para ellos. Casi nadie disfruta de la genialidad a la que aspira y pobre del que crea que sí. Pero nunca un intérprete hace una pausa durante un monólogo que está provocando carcajadas para celebrar a sus artífices.

El trabajo de la tele, del cine, del teatro es colaborativo, lo cual complica su éxito —depende de muchas personas y de su engranaje— y facilita su fracaso —basta con que un naipe se caiga para que el castillo se desmorone—. También permite que todos nos beneficiemos del talento de otros. Saberse parte de ese castillo consiste en celebrar en público los aciertos de tus compañeros y, como mínimo, reservar el reparto de responsabilidades para lo privado.

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