La reina Margarita de Dinamarca, que acaba de ceder el trono a su hijo Federico, tradujo en los años ochenta una novela de Simone de Beauvoir, Todos los hombres son mortales. No muchas monarcas en activo se han dedicado a la traducción literaria, en este caso de una escritora francesa recordada sobre todo por su ensayo El segundo sexo (1949), un libro que sigue siendo tremendamente influyente y citado. Sin embargo, Beauvoir fue mucho más que una pionera del feminismo.
Sus novelas, como Los mandarines, un despiadado retrato del París de la liberación con el que ganó el Goncourt en 1954, son extraordinarias. Pero tal vez su obra más perdurable sean sus memorias, que en 2018 la Pléiade reunió en dos volúmenes. La influencia en el canon literario europeo de la colección de clásicos de Gallimard es tan rotunda que, cuando salieron sus novelas en ella, Mario Vargas Llosa aseguró que le parecía tan importante como ganar un premio Nobel —incluso más—. En este caso, sin duda, ha hecho justicia al legado literario de Beauvoir: sus libros de recuerdos trazan un retrato no solo de su vida, sino de toda su época. Memorias de una joven formal (existe una traducción española en Edhasa, que ha editado sus principales textos) es una obra maestra sobre la adaptación y la rebelión en la que cada nueva generación puede reencontrarse.
La elección del título traducido por la reina Margarita es, además, muy significativa. Todos los hombres son mortales, una novela existencialista sobre un príncipe toscano que alcanza la inmortalidad, toca un tema central en su obra, la muerte. Beauvoir escribió un libro tan breve como impresionante sobre la enfermedad y el fallecimiento de su madre, Una muerte muy dulce, un volumen que apenas supera el centenar de páginas, pero que no se acaba nunca. Aunque se trata de un fallecimiento que forma parte de la vida, reflexiona Beauvoir, no por ello deja de resultar doloroso y brutal. Se trata de algo para lo que nunca estamos preparados, aunque sepamos que va a ocurrir. “No morimos de haber nacido, ni de haber vivido, ni de vejez. Morimos de algo”, escribe. “Saber que mi madre estaba cerca de su muerte a causa de su edad no atenuó una sorpresa horrible: tenía un cáncer. Fue tan brutal e imprevisto como la parada de un motor de un avión en pleno vuelo”. Y un poco más adelante, en las palabras finales del libro, sostiene: “No hay ninguna muerte natural: nada de lo que le ocurre al hombre es natural porque su presencia desafía al mundo. Todos los hombres son mortales pero para cada uno su muerte es un accidente e, incluso si la conoce y consiente, una violencia inusitada”.
Cuando fallece alguien cercano, sea en las circunstancias que sea, los recuerdos y reflexiones de Beauvoir ayudan mucho porque cimentan el sentimiento de que existe un dolor compartido por todos los seres humanos. No importa lo mentalizados que estemos, la edad o la enfermedad que padezca la persona que cruza la laguna: nunca estaremos preparados. La madre de Beauvoir le confesó cuando sabía que el final estaba cerca: “No tengo miedo de la muerte, lo que temo es el salto”.
Simone de Beauvoir también escribió otro libro impresionante, La ceremonia del adiós, cuando falleció Jean-Paul Sartre, su compañero de la vida y otro gigante literario cuya sombra, aunque solo sea para polemizar con ella, sigue flotando sobre el siglo XXI. Acaba con estas palabras: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos reunirá. Es así: ya es bastante bello que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo”.
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