Hemos visto un futuro que no termina de llegar. De la ciudad estratificada en Metropolis (1927) de Fritz Lang hasta Blade Runner (1982) de Ridley Scott, hemos comprobado que la vanguardia arquitectónica se materializó antes en las pantallas que en las calles. Así, el espacio de experimentación e investigación ha sido más teórico, o imaginativo, ―proyecciones intelectuales— que pragmático, plausible o real.
Ficción y realidad se transforman mutuamente. Esta idea le dio pie a la historiadora Carmen Muñumer para sostener en el ensayo Ciudades sin lugar. Utopías urbanas en la ciencia ficción (Ediciones Asimétricas) que no hemos llegado, ni alcanzaremos, la utopía (de eso se trata, es imposible alcanzar un lugar que no existe). Sin embargo, apunta, la primera vanguardia cinematográfica estaba construida con escenarios más innovadores que la arquitectura actual.
Muñumer parte de que son la edificación —no la llama arquitectura—, las infraestructuras y los flujos de comunicación lo que retrata, en toda su complejidad, la dimensión social de una ciudad. Y defiende que el “espacio-ficción arquitectónico” es una posibilidad de realidad que hace que las urbes sean a la vez espejo de la sociedad y catalizadores de sus transformaciones. Se plantea: ¿hasta qué punto se da una búsqueda de una sociedad más feliz —organizada, justa e igualitaria— en la arquitectura?
La historiadora compara storyboards con las promenades architecturales de Le Corbusier, recordando que el suizo comparaba a su vez la planta libre con el montaje de una película. Baraja referencias poéticas (Paul Scheerbart defendiendo una arquitectura bañada por luz natural como la propiciatoria para el desarrollo humano óptimo) y la idea de Mallet-Stevens de considerar el decorado protagonista del relato: “Un decorado, para que sea bueno, tiene que actuar”. Y así, partiendo del retroceso, o la revisión clásica, de las ciudades ideales proyectadas por arquitectos y pintores renacentistas “debido a la merma de mecenazgo de las clases pudientes, Muñumer lee en las formas elementales empleadas por los visionarios neoclásicos (Étienne-Louis Boullée) un antecedente de las formas elementales de la modernidad ideadas para “una sociedad culta y bien organizada”.
¿Cuándo se ha llegado a no ya a una sociedad culta sino a una bien organizada? ¿A qué llamaba Le Corbusier, en 1928, “renovar el arte de la construcción”? ¿Estábamos más ante una visión idealizada que ante una posibilidad económica? Fue entonces, según Muñumer, cuando el cine se hizo eco de esas propuestas ampliándolas.
En 1924, con el guion por concluir, un viaje de Fritz Lang a Nueva York decidió la escenografía de Metropolis “el más maravilloso libro de imágenes que se ha compuesto. Podrá ser anticuada con relación a las últimas teorizaciones sobre la ciudad del porvenir, Pero es innegable su fuerza emotiva””, anotaría Buñuel. El fotógrafo Alfred Stieglitz reconocería esa fascinación, pero tildaría esa maquinaria gigante de “sin alma ni rastro de corazón”. El escritor H.G. Wells —cuenta Muñumer— la denostaría como tonta y escribiría la novela en la que se basó: Things to come (W.C. Menzies, 1936) para dibujar una idea transparente del paraíso con muebles y paredes curvados y desnudos que sintetizaron la vanguardia europea más radical.
Con todo, en dos años, 2026, alcanzaremos la fecha en la que la mítica Metropolis ubicaba su acción: ¿Está el mundo dividido en dos razas, la subterránea, que hace funcionar la ciudad, y la que la disfruta?
Superada, o abandonada, la etapa de las vanguardias utópicas, el cine pasó a retratar ciudades sitiadas, preparadas para el desastre, el mundo en peligro que todavía hoy dibuja buena parte de la cartelera. Así, más allá de los refugios antinucleares de Ultimatum a Tierra (Robert Wise, 1951) es el francés Jacques Tati quien en Mon Oncle (1958) y en Playtime (1967) hace la crítica más directa al supuesto funcionalismo de la arquitectura moderna. Y ojo, la historiadora cuenta que el cineasta llegó a levantar Tativille —15.000 metros cuadrados de construcciones modulares a las afueras de París—.
¿Dónde ha llegado el cine con sus propuestas y dónde la teoría arquitectónica? El ensayo Ciudades sin lugar. Utopías urbanas en la ciencia ficción narra giros de guiones, propuestas orgánicas para confrontar el purismo moderno y círculos viciosos que repiten errores ignorando el pasado. Muñumer explica que a pesar de que, o precisamente porque, la arquitectura en el cine funcionó como un barómetro social, midiendo expectativas sobre el porvenir, la arquitectura hoy ha perdido la capacidad para transformar la sociedad. ¿Por qué? Posiblemente porque lo imaginado como futuro no procede, en realidad, del entendimiento del presente. Así, el valor de la utopía no ha sido tanto anticipar el futuro como imaginar un no lugar, algo que no llegará a existir. Como apuntó el sociólogo Henri Lefebvre no se necesita tanto imaginación como realismo para poder imaginar, y construir, un futuro. Lo que está por hacer, para ser transformador, debe partir de lo real. Este ensayo explica así la relación entre los sueños, y también las pesadillas, que han construido los escenarios cinematográficos y urbanos.
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