Edmundo Desnoes pasó sus últimos años “mirando y dejando”, como se dice en Cuba: tumbado en la cama, con las piernas cruzadas y sus largos antebrazos como almohada, esperando mansamente a la muerte. Comía lo justo y apenas conversaba con su compañera, Felicia. Su cuerpo parecía sano, pero su alma estaba fatigada. A sus 93 años, había decidido dimitir de la vida. Una renuncia que se hizo efectiva en la madrugada del pasado martes.
Nacido el 2 de octubre de 1930, era hijo de un cubano de origen español y madre jamaicana que le hablaba en inglés. Perfectamente bilingüe, pasó su infancia entre su Habana natal y Nueva York, pero nunca sintió su identidad mestiza como una riqueza, sino como un desgarro que le impedía encajar en el mundo. Tuvo como primeros mentores a los dos intelectuales cubanos más importantes de su tiempo: el escritor José Lezama Lima, que lo dio a conocer en la revista Orígenes, y el pintor Wifredo Lam.
Tras debutar con el libro Todo está en el fuego (1952), conoció a María Rosa Almendros, hija del pedagogo español exiliado Herminio Almendros, con la que se casó en 1956. Tras una breve etapa en Caracas, probaron la experiencia de vivir en una isla desierta, en las Bahamas, de donde fueron desalojados por la difícil convivencia con los mosquitos. Se instalaron en Nueva York y allí ejerció el periodismo en la revista Visión hasta el triunfo de Fidel y sus barbudos en Sierra Maestra.
Fue uno de los redactores de la polémica carta en la que se reprochaba a Pablo Neruda haber aceptado una invitación del Pen Club de Nueva York”.
Regresados a Cuba, Desnoes y María Rosa se adhirieron fervorosamente al movimiento revolucionario. Él se integró en el suplemento Lunes de Revolución, de Cabrera Infante, ella se involucró en la fundación de Casa de las Américas. Tras el cierre de Lunes, Desnoes se puso bajo las órdenes de Alejo Carpentier en la Editorial Nacional de Cuba, donde, junto a su amigo Ambrosio Fornet, abordó el proyecto de publicar obras maestras de la literatura universal con tiradas espectaculares para un país en proceso de alfabetización.
Tras foguearse como novelista con No hay problema (1961) y El cataclismo (1965), su consagración llegó con Memorias del subdesarrollo (1965), el diario apócrifo de un burgués cubano lleno de dudas en el momento de las grandes certezas —la Crisis de los Misiles de la Guerra Fría— que el director Tomás Gutiérrez Alea llevó al cine, tres años más tarde, con una indiscutible obra maestra.
Fue el mayor éxito de una trayectoria que también conoció el ruido. Desnoes, que había servido como chófer a Pablo Neruda en La Habana, fue uno de los redactores de la polémica carta en la que se reprochaba al chileno haber aceptado una invitación del Pen Club neoyorquino. También estaba entre los nombres citados por Heberto Padilla en la infamante confesión que este realizó en la sede de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), y a la que Desnoes se negó a asistir. Tras el caso Padilla, que supuso un cisma irreparable entre los intelectuales afines a la Revolución de todo el planeta, se abriría en Cuba el llamado Quinquenio Gris, que instaló un férreo clima de censura y represión. Desnoes, divorciado de María Rosa y casado de nuevo con Virgen Tabares, fue enviado primero como profesor a la Escuela de Diseño Industrial, y más tarde al departamento de Cinematografía Educativa del Ministerio de Educación.
En ese tiempo había destacado también como crítico de arte y ensayista en torno a la fotografía, con textos pioneros como La imagen fotográfica del subdesarrollo o Para verte mejor, América Latina, junto al venezolano Paolo Gasparini. Fue este quien lo invitó a la Bienal de Venecia en 1979, momento en que decidió autoexiliarse. En seguida se mudó a Estados Unidos, donde consiguió un puesto como profesor en los Five College, ayudado por una nueva pareja, la profesora estadounidense Carollee Bengelsdorf.
Allí publicó su proyecto más controvertido, la antología Los dispositivos en la flor, donde reunía textos de reconocidos escritores cubanos junto a otros de figuras preeminentes del régimen como Fidel Castro o el Che Guevara. Y aunque Cabrera Infante —quien escribió una furiosa carta a EL PAÍS titulada ‘Contra Edmundo Desnoes’— y Reinaldo Arenas pasan a considerarlo poco menos que su némesis, el libro quedará como un precoz intento de conciliar dos bandos antagónicos bajo la idea de la patria y la tradición comunes, adelantándose a lo que hoy es tendencia dominante. En un contexto tan polarizado, su pecado imperdonable fue no abrazar el anticastrismo, a pesar de abandonar la isla.
Desnoes se reencontrará en Nueva York con su primer amor juvenil, la periodista y escritora Felicia Rosshandler, con quien pasará sus últimas décadas. Apartado durante años del mundo literario, en 2007 sorprende publicando Memorias del desarrollo en una pequeña editorial española, Mono Azul: una suerte de secuela de su mayor éxito y un homenaje implícito a su cuñado, el director de fotografía y ganador de un Oscar, Néstor Almendros. La obra fue llevada también al cine por un joven director cubano, Miguel Coyula, y logró cierto prestigio en el circuito independiente.
En todo caso, los laureles de Desnoes no volvieron a reverdecer como antaño. Sí logró regresar a Cuba como jurado del Premio Casa de las Américas en 2003, donde fue ovacionado y recibido como hijo pródigo. Allí pudo comprobar que Memorias del subdesarrollo sigue hablando a los lectores de hoy, más de medio siglo después de su publicación. Ese era su consuelo a pesar de sentir, como quizá había sentido toda su vida, que su corazón escindido no encajaba en ninguna de las orillas del Estrecho de Florida. La Revolución, que alguna vez le regalara el espejismo de la pertenencia a un lugar y a un pueblo, ya era otra cosa.
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