Resignados a quedarse en el norte de Gaza: “Buscamos cualquier cosa para mantenernos con vida” | Internacional

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Tras huir de casa en casa durante semanas en busca de una seguridad que nunca llegó, Kayed Hammad se ha resignado a sus 60 años a quedarse en el norte de Gaza, aunque suponga alimentarse de legumbres ablandadas en remojo, a falta de gas butano para cocinarlas. “No quiero ir al sur. No voy a repetir en 2023 lo que hicieron mis padres en 1948. Prefiero morir aquí. Además, había gente muriendo en el camino al sur”, asegura a través de mensajes de voz, aprovechando los momentos en que puede cargar el móvil y funciona la red.

Habla desde el mayor campo de refugiados de Gaza, Yabalia. Allí acabaron sus padres en la Nakba, la huida y expulsión de unos 750.000 palestinos durante la primera guerra árabe-israelí, hace 75 años. De allí salen estos días imágenes de arrestos en masa de palestinos y combates puerta a puerta, como en el que milicianos de Hamás mataron este martes a nueve soldados israelíes, en la segunda emboscada más letal de la guerra. Aunque el ejército golpea con celo el sur de la Franja desde que concluyó el alto el fuego, el primer día de diciembre, tiene otro pie en el norte, donde bombardea con intensidad Yabalia y Shuyaia, un barrio de Ciudad de Gaza, la capital.

El norte ―donde solo funciona un hospital y el ejército acaba de hacer una incursión en otro y de volar una escuela de la ONU― es una sucesión de casas inhabitables o destrozadas, llanuras de escombros y cráteres de misiles tras dos meses de bombardeos israelíes a un ritmo inédito en décadas, según muestran las imágenes aéreas y sobre el terreno. En octubre, Israel ordenó dirigirse al sur a sus 1,1 millones de habitantes. La gran mayoría lo acabó haciendo. Nadie sabe cuántos no. Naciones Unidas no se atreve a estimarlo, porque impera el caos y el ejército israelí lo mantiene incomunicado. Son al menos decenas de miles, sobre todo en refugios de la ONU y casas de familiares, que ―sin ayuda humanitaria, que Israel limita al sur de Gaza― viven una odisea diaria para comer, beber o calentarse.

“Nosotros no buscamos comida. Prácticamente, no se puede llamar así. Tienes un poco de pan y buscas una salsa. O una lata de atún o de alubias. Buscamos cualquier cosa para mantenernos con vida. Muchas veces hemos dejado habas o alubias en agua para que al día siguiente se puedan comer, con un poco de sal y un pimiento”, explica. Cocerlas requeriría un gas butano convertido en bien preciado. “Me hizo gracia cuando un amigo [del extranjero] me dijo: ‘Hay que hervir el agua para evitar enfermedades’, y yo pensé: ‘Es que o no tenemos butano o tenemos lo justo para cocinar o para calentarnos un poco. La gente ha llegado a encender leña para hacer fuego”.

Palestinos huyendo del norte de Gaza durante un ataque israelí el 24 de noviembre.MAHMUD HAMS (AFP)

La semana de tregua a finales de noviembre dio un pequeño respiro a Gaza. No solo por la ausencia de bombardeos, sino porque decenas de camiones con ayuda humanitaria cruzaron por primera vez el puesto de control militar israelí que divide ambas partes de Gaza. “Dicen que entró harina, pero a mí no ha llegado nada”, lamenta. Ha encontrado un kilo en una tienda y, cuenta, la mezcló con agua para intentar hacer pan en una sartén.

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Con las tiendas medio vacías, solo queda lo propio de las economías de subsistencia: verduras, pan, arroz, conservas… “El agua no es potable y cada vez hay menos comida”, lamenta. De momento, muchos tiran de ahorros en un territorio en el que es habitual guardar parte del dinero en efectivo, en ocasiones en dólares o dinares jordanos. “Lo que valía cuatro séqueles (el equivalente a un euro) ahora vale 20 o 25. Todo el mundo ha subido los precios por la falta de mercancías”.

Nueve horas de espera para conseguir pan

La carencia genera también una competición por quién se juega más la vida para no perderla de inanición. “Tienes que esperar a que se calme el bombardeo. Al final acababas esperando ocho o nueve horas para conseguir pan. Y, cuando llegas, ya no hay. También han bombardeado panaderías”, señala.

Hammad casi se siente un privilegiado, porque uno de sus sobrinos había instalado placas solares para su negocio, así que hay electricidad en la casa de su hermano, donde ha recalado con su mujer y sus hijos. Las imágenes de Yabalia muestran a otros con menos suerte en estos días de lluvia y mínimas de 13 grados: familias de desplazados con las tiendas de campaña inundadas de agua y lodo.

Antes de llegar a Yabalia, Hammad pasó por cuatro casas en la capital. La suya ya no existe, como le sucedió con otra en la operación Plomo Fundido (2008-2009) y en 2003, durante la Segunda Intifada, junto con su taller y su coche.

Tras cuatro días en los que “no sentía peligro”, un bombardeo en unas torres cercanas le convenció a escapar de noche a casa de su hermana, en otro barrio. Dos noches más tarde, el sonido de las bombas se fue acercando y cambió a la de un primo. “Estuvimos una sola noche, porque sentías que los bombardeos casi nos caían sobre la cabeza”, recuerda. Después de otras dos con un cuñado, encontró una cierta estabilidad en la de un tío de su mujer, a medio kilómetro del hospital Al Shifa. “Iba a ver a la gente [miles de desplazados] que estaba allí. Vivían en condiciones como de hace 200 años. Dormían en el suelo. Hasta los niños, a los que preparaban la leche con un agua que no sirve para darle ni a un animal”, recuerda. Se quedó hasta que las tropas cercaron el centro médico, a mediados de noviembre, antes de tomarlo. Volvió entonces a su localidad natal, Yabalia.

En tres meses, ha pasado de planear un viaje a España —donde vivió en los años noventa— a navegar a duras penas el presente —Israel pretende extender la guerra, en su actual forma, al menos hasta febrero— y agobiarse por el futuro: “¿Qué me espera cuando acabe la guerra? Estar en la calle: sin dinero, sin trabajo, sin casa, sin muebles, sin ropa… sin nada de nada”.

Apretujados en las casas

También sigue en el norte el alcalde de la capital, Yahia Sarray. Explica que bastantes familias se apretujan en casas de pocos metros cuadrados. Una parte viene de edificios destruidos. Otra, de los que siguen en pie, pero han perdido los muros exteriores o las ventanas y se cuela el frío. “Aquí la comunidad está acostumbrada a apoyarse en los momentos difíciles. Una casa pequeña puede acomodar ahora varias familias. Para hacerlo más fácil, a veces separan a las mujeres y los niños en una habitación; y a los hombres y los chicos, en otra. En cada una pueden caber unas 10 personas o más.”, señala Sarray, nombrado alcalde por el Gobierno de Hamás en 2019.

Las colas para sobrevivir forman parte de la rutina. “La gente pasa mucho tiempo buscando agua. Llenan grandes bidones de plástico y los transportan mucho tiempo hasta casa, o lo que pueda ser considerado su casa o su refugio”. También para rellenar una bombona de butano. “Hay muy poco. A veces esperan horas para acabar volviendo con solo un poco”. Casi nadie puede transportarlas en coche, por falta de combustible. El que Israel está permitiendo ahora entrar de manera excepcional, a petición de Estados Unidos, está circunscrito al sur. “Así que la gente o anda, o va en bicicleta, o se mueve en carro”, señala.

Mucha gente está en refugios, como escuelas, espacios públicos o iglesias [la capital concentra una pequeña comunidad cristiana, de unas 1.000 personas], explica. “Pero tampoco esos lugares son completamente seguros. Y no tienen suficientes baños, ni agua caliente. Y si alguien enferma, es muy difícil que tenga adónde ir”, agrega.

Uno de esos lugares sería el hospital Al Awda, en Yabalia, pero las tropas israelíes lo mantienen cercado desde el pasado día 5 y ya han muerto dos trabajadores sanitarios, según ha denunciado la Organización Mundial de la Salud. El centro acoge a unas 250 personas (entre pacientes, personal y desplazados) que no se atreven a salir. Uno de ellos, Mohamed Salha, asegura en un mensaje de audio que los tiradores israelíes disparan contra las ventanas, así que han bajado a los sótanos y pasillos interiores. En el recinto, cuenta, hay aún tirado un cadáver, sin recoger desde el primer día del cerco. “Es una mujer que acompañaba a su cuñada al servicio de maternidad”, asegura Salha, quien graba los audios en la parte más protegida y sube con miedo para mandarlos.

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