Schoenberg: El Fausto real | Cultura

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Han pasado ciento cincuenta años desde que nació y más de cincuenta de su muerte. Sin embargo, el problema de su música sigue casi intacto, lo que supone un caso único. Un reciente ensayo de Harvey Sachs, publicado en España con el título de Por qué Schoenberg (Taurus), traiciona un poco el original, Why He Matters?, o sea, ¿por qué es importante, por qué es relevante Schoenberg? Y ese es el caso, la música del austriaco nunca ha sido bien recibida por el público, aunque sí (y mucho) por los profesionales. Sachs trata de entender esta extraña paradoja, la de que uno de los más relevantes músicos del siglo XX no sea del agrado del público en general.

La vida de Schoenberg fue una lucha constante y agotadora por imponer su criterio contra todo el mundo, menos un puñado de discípulos. Fue la típica vida tardo romántica del artista de vanguardia en tanto que mártir. Tenía un carácter irascible, impetuoso, neurótico, pero también gran humanidad y piedad hacia los desvalidos. Aunque lo supremo fue la convicción de que su aportación a la historia de la música era trascendental y superior a la de Bach o Wagner.

Su biografía musical está claramente divida en dos partes. Por un lado, el Schoenberg tardo romántico, cuyas obras serían, no sólo aceptadas sino incluso reclamadas por el público, así los Gurrelieder y la Noche Transfigurada, que, todavía hoy, son sus obras más ejecutadas. Y por otro, el segundo Schoenberg, el que urde un nuevo tratado de armonía, pronto llamado “dodecafónico” o también “serial”, aunque él no se decidiera por ningún marchamo. Así como el primero aún hoy recibe la atención de los programadores, aunque sea de tarde en tarde, el segundo es en verdad infrecuente que suba a los escenarios.

Lo más curioso es que este segundo Schoenberg había cumplido ya los cincuenta años, pues se considera que la primera composición en verdad dodecafónica fue la quinta de sus Cinco piezas para piano Op. 23, y data de 1923. A partir de este momento la obra propiamente ortodoxa, según su concepción armónica, es muy raro que sea elegida por los programadores. Con una excepción rotunda y apoteósica, su ópera Moses und Aron, que nunca concluyó y se interpreta tal cual quedó, a falta del movimiento final.

Como judío prominente en la Viena y el Berlín del nazismo, hubo de exilarse en 1934, primero a Nueva York y finalmente a California, donde viviría el resto de su vida hasta 1951, con su mujer y sus hijos. En los EE UU tuvo mejor acogida que en Europa, aunque no puede decirse que ocupara un lugar eminente. Aquellos terribles años de guerra lograron que algunos americanos acogieran con generosidad a quienes huían del genocidio.

Fue en ese periodo cuando tuvo un tropiezo fascinante con Thomas Mann. El novelista, también exiliado, buscaba una expresión musical para su personaje de la novela Doktor Faustus, en la cual un músico vende su alma al demonio (Fausto) a cambio de la inmortalidad artística. El modelo que siguió fue Gustav Mahler, y desde luego la tremenda sinfonía que expone Mann hacia el final del libro es muy semejante a la Octava del vienés. Pero le faltaba una justificación teórica que hiciera demoníaco al personaje. Fue el filósofo T. W. Adorno quien le sugirió (y luego le expuso) el dodecafonismo de Schoenberg. Así lo acogió Mann con una maestría narrativa superlativa, pero cuando lo leyó Schoenberg montó en cólera. La ira del músico era fabulosa y esta vez fue extrema. Con buen criterio, Mann añadió una nota, a partir de la segunda edición, mencionando a Schoenberg como el padre de la teoría. El músico luego justificaba su explosión porque el personaje de Mann era sifilítico, lo que le ponía en mal lugar.

El libro de Sachs es excelente, aunque sigue sin aclarar por qué, hacia los años cincuenta del siglo XX, las artes emprendieron una deriva en busca de una pureza formal solipsista que alejó a la población de sus mejores artistas. El resultado, un siglo más tarde, es la laboriosa y a veces inútil recuperación de un periodo aún misterioso de la historia del arte que sólo parecen apreciar los profesionales.

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