Schwarzenegger y Stallone reeditan su rivalidad en televisión | Televisión

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Hubo un tiempo en que si un oyente con ganas de gresca quería irritar a Carlos Pumares, bastaba con que le preguntara a quién prefería, Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger. La respuesta del recientemente fallecido conductor de Polvo de estrellas solía consistir en uno de sus recurrentes ataques de ira y varios exabruptos, contra las dos estrellas y también contra el atrevido que había planteado semejante “estupidez”. Fue un tiempo, los años ochenta y noventa, en que ambos actores llegaron a ser los más cotizados de Hollywood, y sus películas, las más taquilleras. Rivalizaban en todo, desde la recaudación hasta el número de esbirros liquidados en pantalla. “Éramos como niños pequeños. Competíamos por quién usaba el cuchillo más grande o las armas de fuego más grandes sujetadas con un solo brazo, por quién tenía más músculos, mejor definición, menos grasa corporal. Nos peleábamos por estupideces”, explica Schwarzenegger en Sly, el documental producido por el propio Stallone en el que este cuenta su vida, y también en Arnold, la docuserie en la que a su vez aparece Stallone contando más o menos lo mismo de ese pulso continuo. El estreno de ambas producciones ha coincidido el último año con las primeras series de ficción protagonizadas por cada uno de ellos. Los viejos rivales, hoy septuagenarios y tan amigos, tratan de desempolvar y volver a sacar rédito a su vieja pugna, ahora en televisión.

La carrera por reverdecer laureles en la pequeña pantalla la inició Stallone con el estreno a finales de 2022 de Tulsa King, disponible en Sky Showtime, una serie policiaca con trazas de comedia y apariencia ligera, pero que con el paso de los episodios gana en oscuridad y matices —no en vano su creador es Taylor Sheridan (Yellowstone) y su nómina de guionistas incluye a Terence Winter (Boardwalk Empire)—, en la que encarna a un viejo mafioso desterrado por sus jefes a Tulsa (Oklahoma), donde sus trucos de vieja escuela, confrontados con una modernidad en la que por comparación todos parecen hombres blandengues, le bastan para hacerse el amo de la ciudad. Y la pasada primavera, Schwarzenneger estrenó en Netflix Fubar, una pirotécnica y tosca comedia de acción —escrita por Nick Santora (Reacher)— en la que interpreta a un padre de familia y superespía, un personaje similar al héroe de uno de sus grandes éxitos, Mentiras arriesgadas, que descubre que su hija trabaja para la misma agencia que él y que, como él, se lo había ocultado a toda la familia. La plataforma lanzó a la vez Arnold, tres capítulos en los que el propio actor relata su vida, y meses después estrenó Sly, largometraje enmarcado como el de su viejo competidor en el pujante subgénero del documental hagiográfico donde el retratado no solo es el principal testimonio, sino que participa en la producción, ese en el que se enmarcan títulos como Me llaman Magic Johnson, Beckham, Legado: Los LA Lakers de Jerry Buss —respuesta directa impulsada por la propia franquicia a la serie de HBO Tiempo de victoria— o Esta ambición desmedida, sobre la última gira de C. Tangana.

Sylvester Stallone, en una imagen promocional de Tulsa King.

Las similitudes y diferencias entre ambas producciones funcionan como un correlato de las que hay entre sus dos protagonistas. Schwarzenegger nació en el pequeño pueblo austriaco de Thal en 1947, en el seno de una familia humilde, y, como Stallone, nacido un año antes en un hogar igualmente modesto en Nueva York, siempre tuvo una relación tensa con su padre, que había pertenecido al partido nazi. El del protagonista de Rocky era un peluquero con pasado militar, y en Sly su hijo da a entender que el trato que le dispensaba llegó a ser brutal.

Ambos quedaron fascinados de niños y adolescentes por los peplum protagonizados por culturistas estadounidenses que emigraban a Italia a abrirse camino en la pantalla encarnando a Hércules y otros colosos. Pero Sylvester siempre quiso dedicarse al cine, y Arnold se hizo culturista, para convertirse, en los setenta, en el más laureado de la historia, mientras su futuro rival trataba de labrarse una carrera como actor que no despegó hasta que para vender su guion de Rocky, por el que ganaría un Oscar en 1977, puso como condición que él tenía que ser el protagonista. Cuando Schwarzenegger decidió dar el salto en serio a la gran pantalla, el neoyorquino ya era un gigante de Hollywood. Conan, el bárbaro, la película que convirtió al culturista en superestrella de cine, se estrenó en marzo de 1982. Dos meses después lo hizo Rocky III, y al cabo de medio año, Acorralado. Terminator llegaría en el otoño de 1984. Rambo, en la primavera del 85. El pulso estaba servido, aunque Schwarzenegger desde el principio apostó por ser una máquina de destrucción, un papel a medida para alguien a quien habían pronosticado que nunca triunfaría ante la cámara porque sus dotes de actor eran casi nulas. Mientras que Stallone, desde su primera encarnación del Potro Italiano, se había encasillado inicialmente en papeles de underdog, de perdedor que, contra pronóstico, acaba triunfando. “En mis películas pasan cosas que no suelen pasar en la vida real. Estoy en el negocio de la esperanza”, cuenta. Por eso rechazó que John Rambo muriera al final de Acorralado, como en la novela en la que se basaba el filme. “En esa época se suicidaban 20.000 veteranos de Vietnam al año”, recuerda en el documental. “Y yo no iba a contribuir a eso”. Lo que vino después, el salto a la acción cada vez más testosterónica y descabellada, y la conversión de sus héroes en iconos reaganianos, fue fruto de la incapacidad de Stallone para frenar a tiempo (“no sé parar”, admite), de la loca carrera con su rival europeo y de la voracidad económica. “Quería hacer del género algo que fuera lucrativo y que diera la vuelta al mundo. Y así fue”, zanja.

El salto a la comedia fue el giro más extravagante de esa pugna perpetua, y solo le salió bien a Schwarzenegger, que se adelantó. Tanto en Sly como en Arnold se recuerda algo que los dos han contado a menudo entre risas en televisión: que cuando al austriaco le llegó el guion de Alto o mi madre dispara, lo desechó enseguida, pero simuló estar interesado. Stallone mordió el anzuelo y aceptó el papel para evitar otro éxito de su competidor. La película fue uno de los más estrepitosos fracasos —de público, e incluso de crítica, que ya es decir— de su carrera.

Arnold abunda también en el salto de su protagonista a la política, e incluso recuerda que en 2003, en plena campaña electoral, Los Angeles Times publicó testimonios de seis mujeres que le acusaban de acoso sexual. Schwarzenegger admitió haberse “comportado mal a veces” y haber hecho “cosas que consideraba un juego” pero que reconocía que habían ofendido a gente con la que se disculpó. Aún faltaba para el Me Too, así que con eso le bastó: se convirtió en gobernador de California con el 48% de los votos y cuatro años después fue reelegido con mayoría absoluta. En el documental, el protagonista reconoce incluso sus infidelidades y hasta habla del hijo secreto que le costó su matrimonio.

En Sly, en cambio, apenas hay una referencia al fallecimiento del primogénito de Stallone. Las incursiones en su vida privada se agotan ahí y en las menciones a la relación con su padre y a la búsqueda en el aprecio del público de un sustituto del reconocimiento paterno que el actor nunca sintió. Al fin y al cabo, las vidas paralelas de los dos rivales se pueden contar, y se cuentan, como relatos de éxito y superación personal que reflejan el poder de la fe en uno mismo y ejemplifican la fantasía del sueño americano, esa de la que Stallone nunca se despega en sus historias de underdogs. Aunque Schwarzenegger, más generoso que su colega, reconoce que no habría llegado adonde lo ha hecho sin la ayuda de mucha gente que apostó por él. Y, contra pronóstico, no solo niega que él sea eso que se ha dado en llamar un hombre hecho a sí mismo, sino que dice que le repugna, por falso, ese concepto.

Arnold Schwarzenegger, en la serie Fubar.
Arnold Schwarzenegger, en la serie Fubar.

La aventura televisiva de ambas estrellas, lejos del estatus que llegaron a tener pero cuyo legado es palmario –antes de los body counts (recuentos de cadáveres) de John Wick estuvieron los suyos, y sin sus músculos de acero no tendríamos los de Vin Diesel o Dwayne Johnson amasando billetes a espuertas— tiene visos de continuar. Tanto Tulsa King como Fubar tendrán segunda temporada. Y, a falta de referencias a su vida personal en Sly, su protagonista ha estrenado también, en Sky Showtime, La familia Stallone, un reality que coprotagoniza con su tercera mujer, Jennifer Flavin, y las tres hijas que tienen en común, y en el que ejerce de patriarca entrañable.

Eso sí, los dos colosos tienen otros frentes abiertos. El neoyorquino maneja una cartera atiborrada de proyectos cinematográficos, no solo ante la cámara, sino también tras ella (donde no es nuevo: ha dirigido ocho largometrajes y escrito los guiones de más de veinte). El austriaco, sin renunciar a la pantalla, hace tiempo que aprovecha su fama para lanzar reflexiones políticas y mensajes inspiracionales en internet y ahora ha dado un paso más como gurú con la publicación de El poder de ser valiosos (Empresa activa), un libro de autoayuda en el que da consejos para tener éxito en la vida. Puede que ya no estén para sostener ametralladoras inverosímiles con un solo brazo, pero siguen facturando a pleno rendimiento.

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