Cuatro jóvenes palestinos de rodillas contra un muro y maniatados por la espalda con bridas blancas son vigilados por un militar israelí rifle en ristre. No hay gritos, carreras ni altercados. A la luz anaranjada de una tarde en retirada, reinan un silencio y una calma fantasmales que caen a plomo en torno a una escena convertida en una anomalía cotidiana. La ciudad vieja de Hebrón (Cisjordania), bajo permanente cerco militar, sigue representando uno de los paradigmas de la ocupación israelí de Palestina.
La situación es calificada de “apartheid” por Amnistía Internacional y denunciada de manera sistemática por innumerables organizaciones humanitarias. La guerra que estalló el pasado 7 de octubre no ha hecho más que ahondar esa espiral perenne de odio, humillación y restricciones, según los testimonios recogidos entre los vecinos. Su vida está marcada por la presencia de unos 800 colonos judíos, algunos muy violentos, a los que protegen 2.500 militares.
El 7 de octubre, cuando Hamás asesinó a unos 1.200 israelíes, la onda expansiva bélica en forma de reacción militar contra Gaza sacudió también a Hebrón. El ejército decretó un toque de queda que los habitantes consiguieron levantar solo en parte dos meses después acudiendo a los tribunales. “Los primeros 18 días nos tuvieron encerrados, sin salir de casa. No podíamos ir a la tienda a por leche, harina o verduras… No disponíamos ni de bombona de gas”, relata Yaser Abu Marhia, de 52 años, uno de los que reclamó con ayuda de un abogado.
Pero Israel, explica, no reconoció lo que califica de “castigo colectivo” ―varios de los entrevistados lo repiten así― y durante días solo abría durante un rato algunos puntos de la ciudad a las siete de la mañana y a las siete de la tarde. “Tenías que quedarte esas 12 horas fuera de casa, aunque hubieras salido a por algo en cinco minutos”, se queja. Hoy, con la guerra en su quinto mes, todavía hay controles militares que siguen cerrados las 24 horas del día.
Hay cuatro escuelas a las que solían acudir un millar de alumnos que permanecen cerradas desde el 7 de octubre, denuncia el funcionario Anan Dana en su despacho de la sede del Ministerio de Educación palestino, en cuya pared cuelga un cartel de la agencia de cooperación española, directamente implicada en la rehabilitación del casco antiguo de Hebrón. En otros casos, como el de una guardería en el barrio de Tel Rumeida, apenas llegan nueve de los 40 alumnos por el bloqueo. “Emplean el toque de queda a su antojo a diario. La restricción de movimientos afecta a profesores que vienen de fuera, que son la mayoría. El sistema educativo se está desmoronando”, comenta.
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El 16 de enero, Haya Tanineh se dirigía al colegio en el que da clases. Dejó su coche hasta donde están autorizados a llegar, avanzó andando hacia uno de los puntos militares y, unos metros antes, se le ocurrió sacar el móvil y grabar un vídeo. “Me retuvieron durante tres horas”, explica cansada de invertir dos horas diarias en llegar a trabajar cuando antes de la guerra tardaba 30 minutos.
En 1997, Hebrón fue dividida en dos zonas. En el área H1 (85% de la ciudad) vive la mayoría de una población de unos 200.000 habitantes, cuya seguridad depende de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Las víctimas directas de la mayoría de las restricciones son los 35.000 vecinos de H2 (15%), donde se ubica el casco viejo y cuya seguridad está en manos de Israel. Su vida transcurre rodeada por un entramado de controles militares, barreras, alambradas, bloques de hormigón, cámaras de vigilancia…
Casas absorbidas por asentamientos judíos
Uno de los controles que están cerrados al paso de vecinos durante la guerra es el de Shfila, asomado a un promontorio entre las zonas H1 y H2, sobre el que descienden las tumbas de un cementerio judío. Allí, Yaser Abu Marhia y su vecino Sheher Abu Aisha, de 64 años, señalan en el barrio de Tel Rumeida, en H2, el mástil en el que ondea una bandera israelí para explicar dónde se encuentra su casa, casi absorbida por varios asentamientos judíos. Ambos observan y ofrecen explicaciones desde detrás de una valla y dos controles militares, el de Shfila y el de Tamar, este segundo sí en funcionamiento. Se trata de fortalezas de rejas y hormigón dotadas de detectores de metales y cámaras de vigilancia. Ante la llamada a filas para la guerra de más de 300.000 reservistas israelíes, algunos de esos controles, sostiene Abu Marhia, han quedado en manos de colonos radicales que ahora visten uniforme.
Estos dos hombres no pueden llegar en coche a su casa desde hace dos décadas, como el resto de habitantes de H2, a diferencia de los judíos. Yaser Abu Marhia muestra en el teléfono fotos de cómo militares y colonos emplean el terreno de su vivienda de aparcamiento. “Así vivimos”, señala. Mientras habla, se escuchan las voces de un hombre detrás de uno de los controles. “Llevo aquí dos horas”, grita sin que nadie le atienda.
Fawaz Abu Aisha, hermano de Sheher y funcionario de 40 años, desliza en la sede del Ayuntamiento el dedo índice de su mano derecha sobre una fotografía aérea de la ciudad que hace las veces de mapa. Su yema navega de un punto rojo a otro. Y va contando hasta que llega a 25. “Esos son los controles militares que hay rodeando H2″, concluye. Ese desvarío instituido desde hace más de dos décadas ha ido a peor a la sombra de la contienda en Gaza. “Desde el 7 de octubre sufrimos más humillación, más restricciones y más toque de queda… El comportamiento de los militares es más agresivo. Vivimos bajo un gobierno de colonos”, afirma Badee Dwaik, activista local de los derechos humanos.
Pintadas con la estrella de David
Hay que dar con el coche un rodeo de una veintena de kilómetros a través de la Cisjordania ocupada para adentrarse en H2. Tras atravesar el asentamiento de Kyriat Arba, el asfalto conduce a través de varias barreras militares hasta la ciudad vieja de Hebrón. “En Gaza venceremos”, reza una de las pintadas junto a la estrella de David, símbolo del judaísmo, que lucen en las paredes de este casco histórico declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad.
Aquí, unos 800 colonos judíos habitan metidos con calzador y protegidos por unos 2.500 soldados, según las estimaciones de Badee Dwaik. Los israelíes sí pueden circular libremente por la zona, con y sin uniforme. Algunos visitantes, también judíos, llegan para visitar la Tumba de los Patriarcas (mezquita de Ibrahim para los musulmanes), lugar sagrado para las tres religiones monoteístas, pero que controla Israel, como toda la ciudad vieja. EL PAÍS accede después de que los soldados pregunten al reportero qué religión profesa y quede claro que no es musulmán.
“Solo he venido a ayudar a mi nación sagrada”, explica Yusef, de 60 años, judío y exmilitar del ejército rojo de la URSS que acabó nacionalizado en Estados Unidos, desde donde ha viajado a Israel por vez primera como voluntario. Preguntado acerca de la tensa convivencia generada por la ocupación de Hebrón, responde: “En cada generación alguien siempre trata de matarnos. La Inquisición española, Hitler, Stalin… Todos fracasarán”.
Israel ha aprovechado la guerra en Gaza “para ejecutar su plan de asentamientos y de judaización, imponiendo un toque de queda a la población de las áreas bloqueadas y aislándola”, denunció los primeros días del conflicto Emad Hamdan, director del Comité para la Rehabilitación de Hebrón (HRC, según sus siglas en inglés), una institución palestina que trata de salvaguardar sobre todo la ciudad vieja.
Los vecinos de H2 viven a expensas de “la violencia, las incursiones militares nocturnas a sus hogares, el acoso, los retrasos en los puestos de control y diversas formas de trato degradante. La conducta violenta de los colonos también se ha convertido en una rutina”, describe en su página web la organización humanitaria israelí BTselem. Israel emplea tecnología de reconocimiento facial para afianzar el “apartheid” contra los palestinos, denunció Amnistía Internacional el pasado mayo, algo que se lleva realizando, al menos, desde hace dos años.
Por los alrededores, niños luciendo la kipá corretean con la mochila a la espada a la salida de la escuela, dejando una estampa de falsa normalidad. Algunos autobuses y coches van y vienen por las calles que ascienden hacia Kyriat Arba. La presencia de musulmanes, siempre a pie, es testimonial. Se les ve entrar y salir a través de los tornos metálicos que comunican con la zona H1. Los comercios están cerrados a cal y canto. En la parte alta, un puñado de chavales palestinos jugando al fútbol da una impresión de cotidianidad.
Yaser Abu Marhia lamenta las duras condiciones en las que viven, pero no se plantea en ningún caso dejar Hebrón, como acaban haciendo algunos habitantes en un goteo que no cesa impulsados por el acoso israelí. Y repite por dos veces la frase que le recuerda su madre, de 90 años, y que él hace suya: “Voy a morir aquí”.
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