Último verso en la trinchera: los poetas con fusil que murieron por un ideal | Cultura

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Klaus Mann en 1944, como sargento del 5º Cuerpo del Ejército estadounidense en Italia.Fórcola Ediciones

Con una mano empuñaban la pluma; con la otra el arma. Eran escritores, pero se soñaban guerreros; o mejor aún: héroes. Porque no temían a la muerte. Eran los últimos románticos. Y ahora, casi un siglo después, el escritor italiano Maurizio Serra los ha reunido a todos en El esteta armado (Fórcola), un ensayo que parece un álbum de cromos irrepetible de los poetas-guerreros que lucharon en la Europa de los años 30. Eran hijos espirituales de D’Annunzio, Kipling, Marinetti, Junger, Croce, Lawrence de Arabia y otros letraheridos exaltados. Vivían fascinados por las utopías. Atraídos por la épica de la tragedia. Por edad, se habían quedado sin luchar en las trincheras de la Gran Guerra. Sentían la nostalgia de lo no vivido. De una aventura idealizada en tiempos de exaltación patriótica, una era de sobredosis ideológica y de fascinación por estandartes y banderas. Por eso se lanzaron a poetizar los fascismos, el comunismo y la guerra. Muchos acudieron al frente. Especialmente, a España.

Cuenta Maurizio Serra ―biógrafo de Marinetti, de Malaparte y de Svevo― que la Guerra Civil española constituye un hito indispensable para comprender la profunda dimensión que alcanzaron aquellos estetas armados. Para entender al escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, ya cuarentón y harto de no poder arrimar su hombro por la patria, volando con la aviación francesa hasta matarse. Para comprender los poemas ebrios de honor del escritor británico W. H. Auden. Para meterse en la mente del poeta italiano Lauro de Bosis, el Ícaro antifascista capaz de escribir un texto titulado Historia de mi muerte poco antes de cumplir la llamada mística del sacrificio. Para penetrar en el alma comunista del novelista inglés Christopher Caudwell y su temprana muerte en el frente del Jarama con las Brigadas Internacionales. Para explicarse por qué la parisina Simone Weil desfilaba ―tan intelectual con sus gafas, tan comprometida con su valor― con la columna Durruti en España. O por qué el escritor alemán Klaus Mann, espantado por el nazismo, se integró en el Frente Antisfascista en la guerra de España y luego se alistó como sargento del Ejército estadounidense en la Liberación de Italia.

El embrión de todas sus historias ―y las de otros intelectuales como René Crevel, Christopher Isherwood, Stephen Spender, Stefan George, Ralph Fox, Iliá Ehrenburg, Davide Lajolo y muchos más cromos― hay que buscarlo en la Guerra Civil. Primero, dice Maurizio Serra, porque fue probablemente el último conflicto romántico de Europa. Luego, porque ese romanticismo les otorgó un papel destacado a los intelectuales, hasta el punto de bautizarla como la guerra de los intelectuales. Y, finalmente, porque el conflicto español acrisoló la necesidad de muchos escritores de pasar a la acción. De salir de las bibliotecas, de las redacciones y de los cafés. De ir a enardecer plazas con su retórica o a combatir al frente de batalla. De abandonar la ambigüedad y las posturas críticas, más propias del intelectual y la razón. “España ―explica el autor del libro a EL PAÍS― representó una encrucijada fundamental. Un fenómeno sin equivalente en el siglo XX, ni antes ni después. Eso demuestra que España, ajena a las dos guerras mundiales, fue sin embargo protagonista de la historia y la sensibilidad de nuestro tiempo”.

El escritor francés y aviador  Antoine de Saint Exupéry (izquierda) en 1929.
El escritor francés y aviador Antoine de Saint Exupéry (izquierda) en 1929. Roger Viollet via Getty Images

Resulta imposible resumir un libro de 500 páginas cuyo índice onomástico compila más de 800 nombres. Ecos de novelas, fragmentos de poemas, conexiones políticas, historias humanas; todos los hilos de una tela de araña intelectual donde muchos intelectuales iban quedando atrapados: muertes, suicidios, exilio, vidas truncadas; la bala en la sien, la autodestrucción. Este álbum de cromos cultural es el retrato coral de una generación perdida que inflamó a Europa. Unos jóvenes que echaron más leña a una hoguera voraz desde la cultura, jamás inocente y menos aún en los años treinta. Explica Maurizio Serra que, en aquella Europa maximalista, “la cultura despertaba pasiones que eran, a su vez, reflejo de su poder de ruptura. La cultura no conciliaba. No reconciliaba. Provocaba las reflexiones de unos y las contrarreflexiones de los otros. Pero acabó haciéndolo por medios inadecuados y con unos resultados desastrosos”.

Los 2.300 combatientes británicos que lucharon en la guerra de España escribieron y publicaron, entre todos ellos, 730 obras literarias”.

La hecatombe no fue solo para una Europa cada vez más desgarrada y mortificada. Fue calamitoso, también, para ellos. Para los poetas-condotiero. Todos ellos compartían la repulsa por una vida sedentaria y burguesa. Tenían inflamada la vena mística. Muy acusado el sentido del honor. Querían demostrar que ellos también sabían luchar. Que podían sacrificarse como el pueblo llano. Todo muy romántico. Sin embargo, la realidad los desmentía una y otra vez.

Contaba el escritor inglés Frank Jellinek cómo “Barcelona estaba abarrotada de intelectuales reflexivos que no tenían la menor idea de lo que estaba ocurriendo y ninguna cualificación en absoluto ni con la ametralladora ni con la máquina de escribir”. El autor de El esteta armado se formula una pregunta similar: “España, la República, la libertad, la revolución, ¿realmente necesitaban su sangre, sus músculos a menudo débiles, su puntería a menudo incierta, su entusiasmo y su espíritu de sacrificio, raramente compensados por su escasa aptitud para la disciplina militar y el combate?”.

Tal vez su mayor contribución a la guerra no estuvo en las trincheras, sino en el legado de su testimonio. Una investigación ha calculado que los 2.300 combatientes británicos que lucharon en la guerra de España escribieron y publicaron, entre todos ellos, 730 obras literarias, en su mayoría diarios de guerra. Un libro por cada tres combatientes. Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, en versión romántica. Otras veces, en versión más cruda. Más auténtica. Menos extasiada. Sin ese arrobo que nubla la razón.

Ese sentir realista quedó condensado en una frase que resumía el destino de aquella generación de jóvenes poetas con fusil al hombro. La frase era: “Where are the War poets? Killed in Spain” (¿Dónde están los poetas de la guerra? Asesinados en España). Eso recapitula el fracaso de los estetas armados. Sobre el terreno lo recogió Esmond Romilly, periodista antifascista y sobrino de Churchill. “Vine aquí ―escribió Romilly― porque me dijeron que había una revolución y, en vez de eso, ¡me he encontrado con una guerra en toda regla! Vine aquí para luchar contra los verdugos fascistas, no para que me convirtiesen en un imbécil vestido de militar”. Esmond sobrevivió a la batalla de Boadilla del Monte y su densa y peligrosa niebla. En cambio, unos años más tarde murió en la Segunda Guerra Mundial. Tenía 23 años. Su tío ganó la guerra.

En opinión de Maurizio Serra ―miembro de la Academia Francesa y ganador del Goncourt de Biografía―, es imposible comparar el papel de los intelectuales en aquel enfebrecido tiempo con el actual, salteado también por guerras y ardores ideológicos. “Las comparaciones son siempre difíciles e incompletas. Pertenecen más a la sociología que a la historia de las ideas, que es mi campo. Hablar hoy de estetas armados no creo que tenga mucho sentido”.

El escritor George Orwell (fondo a la izquierda) con las Brigadas Internacionales en 1936.
El escritor George Orwell (fondo a la izquierda) con las Brigadas Internacionales en 1936. Photo 12 (Universal Images Group via Getty)

¿Qué les llevaba a hacerlo? Virginia Woolf, que perdió en la guerra de España a su sobrino favorito ―el poeta y crítico Julian Bell― intentó responder a esa pregunta. ¿Por qué tantos intelectuales se jugaban y perdían la vida en aquella década? “Creo que se trata de una fiebre en la sangre de los más jóvenes que no podemos entender”, dijo Woolf.

No iba en la sangre. Fluía, más bien, en las ideas y la emoción. En el ansia por una humanidad regenerada ―el hombre nuevo― y su entrega absoluta a un fin que diera sentido a la vida. En eso no hubo derechas o izquierdas. No era cuestión de Malapartes o Malraux. Hubo mesianismo compartido. La cultura no vacunó a aquellas plumas de los horrores abisales. Hubo poesía después de Auschwitz. También hubo poesía antes de Auschwitz para inflamar los horrores que lo precedieron. Hubo poetas, en los años treinta, que creyeron que ya no eran tiempos de papel impreso. Que sucumbieron en el fango de la trinchera más prosaica. Buscaban el absoluto y lo perdieron todo. Su amargo verso final.

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