Un Sting incombustible brilla en el paraíso de la Navidad más hortera | Cultura

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Habrá quien le catalogue sin más rodeos como un señor mayor, porque la insolencia siempre fue así de osada, pero Gordon Matthew Sumner merece figurar con todos los honores bajo el epígrafe de los maduritos interesantes. Hablamos en términos artísticos, conste; de los otros, ya tal. Pero cualquier músico joven que no haya descarrilado por la pendiente embarrada del perreíto ramplón vendería alma y cuerpo al diablo, con todos y cada uno de sus órganos, a cambio de contar con solo una o dos canciones de las que interpretó este caballero durante su visita madrileña.

Sting lo sabe, evidentemente. Y no solo lo asume, sino que además saca pecho, incluso en lo literal: este viernes se nos presentó en el Starlite navideño de Madrid con una camiseta muy ceñida y de manga cortísima para demostrar que a sus ya importantes 72 años se puede conservar uno en muy buena forma, por dentro y por fuera. Eso así: se ha resignado a asumir que su carrera se volvió errática e irrelevante justo tres décadas atrás, pero los cinco álbumes de The Police y al menos sus cuatro primeros trabajos en solitario quedan para esa posteridad que nunca conocerán los apóstoles del algoritmo.

Viene todo esto al caso porque Sumner ya no se anda con disimulos en sus conciertos, y aunque ha recuperado el pulso de sus años dorados y jovenzanos con un par de álbumes mucho más que potables, 57th & 9th (2016) y The Bridge (2021), no se molesta en incluir una sola canción con menos de dos décadas en el DNI para esta nueva gira, integrada por 21 títulos casi siempre excepcionales, pero con el título menos sesudo de la historia: My Songs (Mis canciones). Y si el propio firmante tira la toalla en lo relativo a su obra reciente, la frialdad del entorno hizo el resto. Por mucho que en el graderío se hubiesen agotado sus 7.800 localidades.

Imagen de todo el escenario del concierto de Sting en Madrid. Borja Sanchez-Trillo (EFE)

Pensábamos que conceptualmente no había nada peor que un concierto navideño de Mariah Carey, pero tenemos la manía de pecar de optimistas. Si Madrid no va a Marbella, el genuino espíritu de la noche marbellí bien puede apoderarse de esta ciudad libérrima. De acuerdo, Ifema es una gigantesca explanada ferial a las afueras de la capital que por definición no figura entre los lugares más cálidos ni acogedores del planeta, pero ello no justifica las colas kilométricas de acceso al recinto o incluso a los aseos, unos servicios colapsados y a la intemperie que abocaban a un doble escalofrío a quienes se sintieran más afectados por las urgencias mingitorias.

Al feísmo propio de la ornamentación navideña (sobre todo de la genuinamente hortera, que es la imperante) se le sumaba el aire desangelado del pabellón, su acústica tosca, la sonorización rácana. Un cúmulo de elementos desoladores que no llegan a contrarrestar ni la purpurina ni las lentejuelas de la chavalería, escogida por una organización inmersa en el vano propósito de hacernos creer que vivimos en un país de gente guapísima.

Así resulta difícil sentir la comunión plena con el bueno de Sting, por más que este hombre se haya hecho merecedor de un respeto reverencial, por catálogo propio, amor innegociable al oficio y voz todavía fabulosa en su ya no tan reciente condición de septuagenario. El autor de Roxanne sigue tomándose la molestia de tocar el bajo durante toda la velada, un Fender viejo y destartalado que suena de maravilla. Y apela a una cierta trascendencia de las edades invernales en momentos como Fields of Gold, aún más meditabunda y confesional que en su ya preciosista definición primigenia.

Otro momento del recital del exlíder de The Police.
Otro momento del recital del exlíder de The Police.

Borja Sanchez-Trillo (EFE)

Ay, la gravedad. Es esa una sensación que nos sobrevuela durante otros momentos de la noche, como con el recuerdo a la figura paterna en Why Should I Cry For You?, de aires también más eclesiásticos que cuando fue concebida, o en una preciosa A Thousand Years que se entrega en forma de oración y con el otrora rubio y ahora níveo oficiante sentado por primera y única vez en el escenario. Pero Sting tampoco se quiere limitar al repaso impoluto de sus páginas más intachables, y así aporta mejoras sutiles para Brand New Day, que gana en cafeína, o Shape of My Heart, con la intensidad de su alma de soul subiendo muchos enteros, aun sin perder el azul de las pupilas.

Todo bien, en definitiva, aun con la sensación de que la banda toca de carrerilla, tan intachable como desapasionada. Y todo cursi, chillón y chabacano en ese paraíso para el victoriafederiquismo en el que nos han convertido un festival o evento en el que el cabeza de cartel no tiene por qué erigirse en el factor más determinante de la noche. Lo mejor, de lejos, el momentazo de King of Pain, una canción aún más fabulosa de lo que siempre pensamos, ahora con el primogénito Joe Sumner inmerso en un mano a mano con papá.

Es una verdadera lástima que Ricky Martin, un tipo saleroso con el que cuesta no empatizar, se nos haya puesto pachucho y no pueda acudir a su cita del sábado 16 con esto del Christmas by Starlite. Pero quienes se vean ahora en la tesitura de devolver su entrada siempre pueden apelar a aquel antiquísimo principio al que un señor muy mayor recurrió va a hacer ahora justo 50 años: no hay mal que por bien no venga.

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