Devolver unos restos fúnebres a su lugar de origen, depositarlos en manos de sus descendientes, no es algo que suene desconocido en España, inmersa en una labor de recuperación de la memoria histórica que aún no ha terminado. EE UU acomete una tarea parecida: la restitución de restos humanos y ajuares funerarios a los pueblos indígenas, aunque en este caso no los desentierre de cunetas. Importantes museos estadounidenses, el de Historia Natural de Nueva York a la cabeza (uno de los más visitados del país, con 4,5 millones de turistas en 2019), han cerrado salas para cumplir con una ley federal cuya revisión, que ha costado tres años, entró en vigor a mediados de enero: la Ley de Protección y Repatriación de Tumbas de Nativos Estadounidenses (NAGPRA, en sus siglas inglesas), aprobada en 1990 y cuya aplicación languidecía desde entonces. El objetivo es restituir a las naciones originarias todos los restos humanos y objetos culturales desperdigados por salas del país en un plazo de cinco años. A diferencia de lo ocurrido hasta ahora, la responsabilidad del inventario recaerá en el museo y no dependerá ya de la reclamación de la comunidad indígena.
En el contexto de la revisión de los fondos de los principales museos del mundo, provocada por el debate sobre la propiedad cultural y una lectura crítica de la historia, la devolución de restos y utensilios fúnebres nativos expuestos en vitrinas o colecciones supone un paso más allá: no es tanto una cuestión de relectura cultural, sino de derechos humanos, fundamentales: los inherentes a cualquier ser humano aun después de muerto. Lo explica Shannon O’Loughlin, de la Nación Choctaw (sureste de Oklahoma): “La NAGPRA es una sólida ley de derechos humanos que obliga a instituciones y organismos gubernamentales a consultar con las naciones nativas, los descendientes directos y las organizaciones de nativos hawaianos [según los casos] para repatriar los cadáveres de nativos, sus pertenencias funerarias, patrimonio cultural y objetos religiosos que han sido robados y apropiados” por instituciones culturales o educativas, como el museo Peabody de la Universidad de Yale, que ha repatriado los restos de unos 500 nativos pero sigue atesorando otros 600.
Hace dos años, el entonces rector de Harvard levantó una polvareda al confirmar la existencia de más de 22.000 conjuntos de restos humanos en los fondos de la universidad, incluidos los de 15 africanos probablemente esclavizados. Museos de todo el país están acelerando el inventario de sus fondos, pues la nueva ley obliga a las instituciones a contar con el consentimiento de las tribus para exponer restos u objetos nativos. La reevaluación afecta, entre otros muchos, al Museo Field de Chicago, la tercera colección más importante del país ―que se adelantó tres días a la entrada en vigor de la ley―, el Museo de Arte de Cleveland y el Museo de Naturaleza y Ciencia de Denver, que recientemente han cerrado o cubierto, hurtándolas al ojo público, exposiciones de objetos de nativos americanos. Otros, como el de Nueva York y el Museo Estatal de Illinois (casi 6.000 restos humanos y 30.000 objetos funerarios), e instituciones académicas como Harvard se curaron en salud, adelantándose al nuevo plazo legal: la universidad publicó en 2022 un listado de restos, y el Museo de Historia Natural de Nueva York retiró en octubre objetos potencialmente sensibles, antes de cerrar a finales de enero dos salas enteras dedicadas a las culturas indígenas.
En las colecciones de Harvard había también centenares de muestras de pelo de indígenas de todo el mundo, entre ellas las de unos 700 niños nativos que asistían a internados segregados en EE UU. Fue legada por un antropólogo de la casa en los años treinta, cuando muchas colecciones aún no eran museos, sino atiborrados gabinetes de curiosidades alimentados por los descubrimientos de excavaciones arqueológicas en reservas a finales del siglo XIX y principios del XX, o por el hallazgo casual de restos por granjeros, obreros o peones camineros durante sus quehaceres.
La ley NAGPRA, continúa O’Loughlin, abogada y directora ejecutiva de la Asociación de Asuntos de los Indios Estadounidenses ―interlocutora en la tramitación de la norma―, “declara que estas instituciones y organismos no tienen ningún derecho legal sobre los cadáveres y objetos culturales de los nativos; sin embargo, han seguido decidiendo como si fueran los propietarios de los cuerpos y el patrimonio cultural de los nativos”. Por qué las instituciones culturales han tardado tanto en aplicar una ley de 1990 es objeto de múltiples interpretaciones, pero la Alianza de Museos Estadounidenses (AAM, en sus siglas inglesas) no ha respondido a las preguntas de este diario al respecto, como tampoco el Museo de Historia Natural de Nueva York.
“Después de 12 años de lucha para fortalecer las disposiciones que marca la ley, el 12 de enero entraron en vigor nuevas regulaciones aún más sólidas que requieren que las instituciones obtengan el consentimiento libre, previo e informado de las naciones nativas, de los descendientes directos y de organizaciones nativas de Hawái, según los casos, antes de disponer de los cuerpos y objetos culturales nativos en su haber. Esto incluye la exhibición de cualquiera de estos objetos, pero también la investigación o cualquier otro propósito”, explica O’Loughlin. No caben interpretaciones, subraya: “El Congreso de Estados Unidos ha declarado que el patrimonio cultural indígena es propiedad de las naciones indígenas y que éstas son las únicas depositarias”.
Desde 1995, los museos estadounidenses han informado de la existencia de más de 208.000 restos humanos entre sus fondos. Pero en los últimos 33 años no se ha devuelto ni la mitad, explicaba la semana pasada el portal informativo ProPublica. En la actualidad, según la base de datos del Gobierno que sirvió para elaborar la ley, las instituciones culturales y educativas atesoran aún unos 96.000 restos humanos. Sólo el de Nueva York alberga 2.200, además de miles de objetos funerarios.
En el tira y afloja de las comunidades indígenas y los expertos (curadores, académicos, investigadores) ha planeado también el viciado criterio de conceder crédito, a la hora de determinar el origen o el destino final de unos restos, a las fuentes escritas y no a la cultura oral de las comunidades. De ahí que algunos museos se hayan agarrado a esa supuesta preeminencia de lo escrito ―como si fuera una cultura superior: un claro rasgo de etnocentrismo― para dilatar su respuesta o incluso resistirse a la devolución. Dudas sobre la procedencia de los restos han contribuido también a que el proceso se eternice. “Dado que ha pasado tanto tiempo desde que se promulgó la ley NAGPRA en 1990, ya era hora de actualizarla”, explica la arqueóloga Myra Masiel-Zamora, de la tribu Pechanga y comisaria del Centro Cultural Pechanga, en Temecula (California).
Cultura oral frente a cultura escrita
“Muchas de las actualizaciones de la ley NAGPRA se basan en la historia oral y el conocimiento tradicional como punto de partida para hacer una reclamación legal, de modo que las tribus ya no deben remitirse a los registros etnohistóricos o a la documentación histórica escrita por investigadores no nativos”, añade la arqueóloga. Masiel-Zamora subraya que la equiparación de la historia y tradición orales de las comunidades con la documentación escrita “permite que nuestro conocimiento tradicional sea elevado a la máxima importancia y el mayor crédito”. La reforma de la ley también elimina el concepto “culturalmente inidentificable”, que ha retardado durante décadas la devolución.
A diferencia de las piezas objeto de la rapiña colonial que museos de todo el mundo están devolviendo a sus países de origen, la restitución de restos humanos y ajuares funerarios va más allá de la satisfacción de la memoria: llega hasta lo inefable, al tabú reverencial que rodea la muerte e incluso la vida en el más allá para algunas culturas. La exhibición de objetos sagrados, ceremoniales, fuera de contexto incomodaba con frecuencia al público indígena que visitaba los museos. “El proceso de poder llevar a un familiar y sus pertenencias a casa para que descanse debería considerarse siempre como la acción respetuosa que es y lo que hay que hacer. Todos deberíamos tratar a las personas, cosas, lugares y seres vivos o muertos de todas las culturas de una manera respetuosa. Por eso solo pedimos que nuestros familiares y sus pertenencias sean tratados de una manera culturalmente apropiada”, incide Masiel-Zamora. En el espíritu de la nueva ley hay ecos del tono establecido a principios de la década de 2000 por la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, una norma de derechos humanos no vinculante.
Otro de los factores que explican la tardanza en la implementación de la ley es tan prosaico como la falta de recursos materiales; es decir, la precariedad presupuestaria de centros que dependen sólo de donaciones. “Cada museo tiene diferentes recursos financieros, lo que lamentablemente ha afectado a la velocidad de aplicación de la NAGPRA según el personal, el tiempo y los recursos generales disponibles. Espero que el nuevo reglamento ayude a los museos a dar prioridad a la NAGPRA y a desarrollar un diálogo más significativo con los pueblos indígenas de Estados Unidos”, concluye la arqueóloga.
Un diálogo que aboca al cierre de un duelo, el más íntimo y privado, pero también otro comunitario, el de sociedades preteridas durante décadas. “La repatriación de los restos no es sólo una norma sobre el papel, sino que aporta una curación y un cierre realmente significativos a las personas y a las comunidades”, explicó en un comunicado Bryan Newland, subsecretario de Asuntos Indígenas del Departamento de Interior del Gobierno federal y antiguo presidente tribal de la Comunidad Indígena Bay Mills. El punto final de una historia mal contada, la de las comunidades indígenas, con una dignidad póstuma que en el relato oficial de un país atravesado por el racismo pocas veces tuvieron.
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