La Universidad de Georgetown, el centro de educación católico y jesuita más antiguo de Estados Unidos, lanzó en otoño de 1972 una circular a sus alumnos: “Se buscan extras para El exorcista. Sábado 14 de octubre. Marriott Motel-Key Bridge. 1.00-2.00 pm. Monroe Suite. 3ª Planta. También se buscan jugadoras de tenis. Condición: que jueguen bien”. 300 alumnos acabaron como figurantes de una película cuyo impacto en la cultura popular era entonces impensable. En realidad, nadie en Hollywood parecía muy convencido del destino de una historia sobre una posesión diabólica. Se estrenó el 26 de diciembre de 1973 y, 50 años después, El exorcista sigue en la cima de las películas de terror más perturbadoras y en la categoría de los dramas maternofiliales más salvajes.
Las huellas de El exorcista, dirigida por el recién fallecido William Friedkin, continúan muy vivas en Georgetown. La iconografía cinematográfica de la capital de Estados Unidos está eclipsada por la omnipresencia del Capitolio y la Casa Blanca, pero en Washington, y concretamente en este barrio burgués, también hay rastros de celuloide: en estas calles, cerca del popular restaurante donde JFK se declaró a Jackie, vivían los personajes de Todos los hombres del presidente (1976), la película sobre el caso Watergate de Alan J. Pakula; aquí estaba el pub favorito de los amigos de un clásico adolescente de los ochenta, St. Elmo, punto de encuentro (1985), de Joel Schumacher. Pero las únicas escaleras que pueden competir con las del monumento a Lincoln son los tétricos 75 escalones que conectan la calle 36 y Prospect con la calle M. Abajo. Una placa conmemorativa colocada en 2015 recuerda que esas son “las icónicas escaleras de El exorcista”… por las que se precipitaba “hasta la muerte el padre Karras”.
El sábado de la semana pasada, una noche desapacible en Georgetown, se concentró en el lugar casi una decena de curiosos. El peruano Willy Revilla lleva 21 años en la ciudad y cada vez que viene un familiar a visitarlo se deja caer por aquí. “Antes, en los escalones estaban marcados los golpes que se daba el personaje del padre Karras, pero se han borrado con el tiempo. Ahora está más descuidado”, asegura. La escalera es un buen reclamo para los deportistas que quieren ejercitar las piernas y para fanáticos que aún pintarrajean entre escalón y escalón palabras y símbolos que remiten a la película.
La escalera sobrecoge, pero no solo por su empinada altura. Hay algo remoto y oscuro en ella. En la panorámica que presenta Georgetown en la película, ya asoma amenazante. Como cuando el detective cinéfilo que interpreta Lee J. Cobb la examina atento y solo encuentra un objeto de arqueología bíblica. Angosta y oculta, parece que podría llevarte al infierno. Y quizá por eso, al subir o bajar por ella, todo el mundo se agarra fuerte a la barandilla.
Antonio Ayala, un salvadoreño que lleva 23 años aquí, se ha acercado con su prima, Cecilia Fernández. “Llevo desde los ocho años traumatizada por esta película”, asegura ella. “Cuando la vi me pasé un tiempo durmiendo con la Biblia en el pecho y la luz encendida”. En la parte de arriba, donde ahora hay clavadas unas barandillas metálicas, se pueden ver las ventanas de la casa en la que vivían Chris MacNeil y su hija Regan, interpretadas por Ellen Burstyn y Linda Blair. “Yo trabajé en la instalación de las nuevas ventanas. Los dueños actuales las cambiaron”, asegura Ayala. La verja metálica que rodeaba la casa también ha sido sustituida por una de madera y pocos metros más allá, en otra casa de la calle Prospect, hay dos esculturas gigantes que reproducen las máquinas de la saga Transformers, dos gigantes que un vecino colocó durante la pandemia hasta convertirse en otra atracción turística más que indigna a algunos residentes de este distinguido barrio.
Cuando El exorcista empezó a rodarse en 1972, los alumnos de Georgetown no eran ajenos a la historia. La película recreaba la novela homónima que había escrito un antiguo estudiante, William Peter Blatty, quien en 1949, un año antes de graduarse, recabó información sobre el supuesto exorcismo a un niño de 14 años en la vecina Cottage City, Maryland. Los detalles de aquel hecho real se han cuestionado en los últimos tiempos al conocerse la versión de alguien que habló con el párroco William Bowdern, quien rebajó la intensidad paranormal del suceso, amplificada a su juicio por sus dos ayudantes y por su propia sugestión. Según él, lo más llamativo fue una hostia consagrada voladora. El resto: escupitajos, el niño repitiendo la palabra en latín “dominus” y, eso sí, unas heridas en la piel del crío en las que por momentos se podía leer la palabra infierno en inglés, “Hell”.
Blatty publicó El exorcista en 1971. Escribió la novela al descubrir en La semilla del diablo (1968), de Roman Polanski, las claves para su propia historia demoníaca. El niño de la historia real, que había huido con su familia a San Luis, acabó transformado en la ficción en una niña dos años menor que él, Regan MacNeil, la hija de una famosa actriz de Hollywood que por unos meses se traslada con su madre y su séquito a una casa de Georgetown para el rodaje de su nueva película.
Poco después de publicar su best-seller, Blatty ya estaba embarcado como guionista y productor de una película de terror destinada a romper todos los récords. Y eso que su gestación estuvo rodeada de accidentes y tensiones, muchas entre Friedkin, un judío agnóstico al que le importaba poco la lectura teológica, y Blatty, un católico al que sí le preocupaba el debate religioso. El director zanjó el asunto con un “esto no es un anuncio para la Iglesia” y, años después, en 2000, Blatty estrenaría El exorcista III, fallido intento de aportar al género su imaginario católico. No ha sido la única secuela. La última, la casi cómica El exorcista: creyente, dirigida por David Gordon Green y estrenada hace un par de meses, es un buen ejemplo de todo lo que ha ido a peor en Hollywood.
El exorcista se estrenó solo en 24 salas de todo Estados Unidos, los estudios de la Warner tenían muy poca fe en ella y el reparto les parecía sin relumbrón. La talla de dos intérpretes como Ellen Burstyn o Max von Sydow no era a sus ojos suficiente. Linda Blair era una desconocida y Jason Miller, el padre Karras, era un autor teatral sin mucha experiencia como actor. Hasta que las reacciones extremas del público empezaron a poner el foco en la película. Vomitaban, había desmayos y en alguna sala se optó por un servicio permanente de asistencia. La crítica se dividió, y la Iglesia también. La imagen de una niña masturbándose a golpe de crucifijo no era, lo que se dice, muy católica. Mientras tanto, el público crecía.
La leyenda negra rodea al rodaje. Un incendio arrasó varias veces el decorado y retrasó semanas el arranque. El presupuesto se duplicó. Un experimentado carpintero que trabajaba en un decorado perdió los dedos de una mano y el actor Jack MacGowan, que interpretaba a Burke Dennings (la primera víctima de la endiablada escalera de Georgetown), falleció mientras dormía poco después de acabar su participación en el filme.
Pero el mito de El exorcista no ha perjudicado a la obra, que sigue siendo una película fascinante y aterradora. Ahora ya dan igual el vómito de puré de guisante o las sucias palabras satánicas en boca de una niña, son un icono de la cultura popular sostenido por miedos ancestrales, pero también por el drama de una madre soltera enfrentada a los enloquecidos cambios de personalidad de una hija prepúber. Una relación teñida de ausencia y culpa, en la que una mujer enfrascada en su carrera acaba convertida de la noche al día en una madre coraje contra todos los hombres de Washington, símbolo del poder, que son incapaces de ayudarla. Y luego está el padre Karras, ese James Dean con sotana y crisis de fe atravesando Nueva York como en aquella fotografía de Dennis Stock. Un cura joven, atractivo y atormentado precipitándose por la escalera del diablo.
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