Uno de los momentos más chocantes de la entrevista de Jordi Évole con Josu Ternera (No me llame Ternera, en Netflix) llega cuando el jefe etarra manifiesta su espanto ante los atentados yihadistas del 11-M en Madrid, o los de París, Londres o Siria. Eso sí es terrorismo, dice. “¡Van aposta!”. Porque Al Qaeda o el ISIS buscaban que hubiera víctimas civiles, cuantas más mejor, mientras que lo que hacía ETA él lo califica de “consecuencia de un análisis”, como si fueran los que miden el colesterol. El hecho de que ETA también hubiera matado indiscriminadamente (en Hipercor o en Zaragoza) no apea a José Antonio Urrutikoetxea de su discurso. No lo dice en el documental (inquietante, esclarecedor, valioso), pero se intuye: la brutalidad de los crímenes islamistas de los primeros dos mil influyó en la rendición de los etarras, ya acorralados y faltos de apoyos. A unos terroristas no les gustó verse en el espejo de los otros.
En los años de plomo, cuando ETA asesinaba a menudo, a nadie se le ocurrió calificar de terrorismo las revueltas callejeras, por frecuentes que fueran en tiempos de reconversión industrial. Las hubo de aúpa: los mineros de Hunosa lanzaban cartuchos de dinamita a los antidisturbios; no eran más pacíficas las protestas de los astilleros o la siderurgia. No se llamaba a eso terrorismo (aunque hubiera otros delitos perseguibles) porque se sabía bien qué era el terrorismo y dolía. Ahora que vamos peor de memoria, se empeñan en buscar trazas de terrorismo en el procés, que fue un atropello a la ley y un engaño a los suyos, sí, pero matar no mató.
Pretender que toda violencia sea terrorismo, retorcer el concepto para su uso político, quizás no guarde el respeto debido a las víctimas del terrorismo auténtico, el que mata aposta, en expresión de quien mandaba en los pistoleros.
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